Carta semanal del Sr. Obispo: «¡Misericordiosos como el Padre!»

Comparte esta noticia
Facebook
X
LinkedIn
WhatsApp

Queridos diocesanos:

El pasado viernes, 2 de abril, Viernes Santo de 2021, se cumplieron dieciséis años de la muerte del gran Papa Juan Pablo II, a quien hoy veneramos como santo. Su pontificado -largo de 27 años- ocupó buena parte de las vidas de muchos de los que leen estas líneas. Su recuerdo permanece imborrable.

El 30 de abril del 2000 san Juan Pablo II declaró el segundo domingo de Pascua como “Domingo de la Divina Misericordia”; lo hizo en la misma ceremonia en que fue canonizada Santa Faustina Kowalska, apóstol de la Divina Misericordia. El Señor llamó al santo Pontífice a su presencia en la noche previa al domingo de la Divina Misericordia, y las fechas de su beatificación y canonización coincidieron con la celebración de sendos domingos de la Divina Misericordia en los años 2011 y 2014.

Ya en 1980, Juan Pablo II había publicado su encíclica Dives in misericordia (Rico en misericordia). El Papa nos invitaba con ella a volver la mirada a esta consoladora realidad: “Es conveniente ahora, decía, que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y su expectación”. En la ceremonia de canonización de Santa Faustina, el Papa se dirigía a la santa polaca, “don de Dios a nuestro tiempo”, para que concediese a todos “percibir la profundidad de la misericordia divina” y nos ayudase a “experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla en nuestros hermanos”.

Dos dádivas, pues, pedimos en esta fiesta de la Misericordia Divina: de una parte, llegar a descubrir cada vez mejor la profundidad de este atributo divino. Penetrar en esta realidad nos llenará de consuelo, de serenidad y de esperanza en las situaciones más penosas, que con frecuencia someten a prueba nuestra fe. La conciencia de nuestros pecados y debilidades no sofocará nunca la certeza de fe de que el Señor ha cargado sobre sí nuestra miseria y ha cancelado con su sangre nuestros pecados. “¿Hay algo, se pregunta san Bernardo, que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? (…). Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos” (San Bernardo, Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 2).

El otro don que de manera especial imploramos de Dios en este domingo es el de lograr testimoniar la misericordia. El Evangelio nos enseña cuánto desagrada a Dios el hecho de que quienes hemos sido y somos de continuo objeto de su misericordia, no seamos capaces de vivir esa misericordia con los demás: “Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? Y el señor indignado…” (Mt 18, 32-34).

En su Exhortación Apostólica sobre la llamada a la santidad en el mundo actual Alegraos y regocijaos, Francisco recuerda cómo Jesús “explicó con toda sencillez qué es ser santo, y lo hizo, dice, cuando nos dejó las bienaventuranzas”, que son “como el carnet de identidad del cristiano” (n. 64). Se trata, pues, de encarnarlas en la propia vida. Después de tratar brevemente de cada una de ellas, el Papa concluye con una suerte de ritornello: “(…) esto es santidad”. También cuando habla de la misericordia finaliza de manera semejante: “Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad” (n. 82). Nos conviene sobremanera ser misericordiosos, tener ojos de misericordia, porque la medida de misericordia que usemos con los demás, será la que Dios use con nosotros (cfr. Lc 6, 38).

Agradezcamos al Señor su misericordia y pidámosle, por la intercesión de santa Faustina Kowalska y de San Juan Pablo II, la gracia de saber ser misericordiosos como lo es nuestro Padre celestial (cfr. Mt 6, 36). A todos nos va mucho en ello.

Comparte si te ha gustado