Carta semanal del Sr. Obispo: Nadie se ha dado a sí mismo la propia existencia

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Queridos hermanos:

Con la Nota sobre la objeción de conciencia” de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española (n. 11), afirmábamos hace dos semanas pasada que el respeto y la salvaguarda de la libertad religiosa y de conciencia representa un claro indicador, una especie de termómetro objetivo que mide el respeto que se tiene a los demás derechos humanos.

El discurso adecuado sobre la conciencia, y sobre la libertad que debe ampararla siempre, debe partir de algunas verdades que son sus ineludibles puntos de partida. En primer lugar es preciso tener presente que el ser humano es una criatura, un ser creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto libre. Una criatura que alcanza su plenitud, su perfección, solo si actúa según su condición de criatura racional y libre, es decir, según lo que es, según su verdad más íntima. Es importante advertir que nadie se ha dado a sí mismo la propia existencia; ni el hecho de existir ni lo que somos, es, en última instancia fruto de la propia y exclusiva voluntad. Tampoco alcanzamos la perfección, la plenitud de lo que somos, nuestra plena realización y, por tanto, nuestra felicidad se logra siguiendo el propio capricho, o la propia opinión. Solo cuando se actúa según la verdad: porque no nos hemos creado a nosotros mismos, tampoco somos autores o creadores de los valores, ni del bien que hemos de haber ni del mal que debemos evitar (cfr. n. 15). Ya en los albores de la historia de la humanidad quedo claro, como verdad fundamental, que somos criaturas, y que la pretensión de ser “como dioses” es vana y tiene su origen en el príncipe de la mentira. Hijos de Dios, con la nobleza que implica esa condición, pero, a la vez, criaturas salidas de las manos de Dios, “por quien todo fue hecho”.

El mapa que guía nuestros pasos para alcanzar su perfección y plenitud, su realización acabada, ha sido trazado por Dios en nuestro propio ser y nos ha hecho capaces de conocerlo en virtud de esa chispa de luz divina que es la inteligencia humana, de la que goza tod ser humano. Gracias a ella todos podemos discernir el bien y el mal, lo que nos realiza como personas y lo que nos destruye como tales.

Como enseña el concilio Vaticano II, la conciencia es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (Gaudium et spes, 16). Nuestra conciencia no crea la verdad; en ella resplandece la verdad o, como dice el Concilio, en ella “resuena” la voz de Dios. En lo más íntimo del propio ser descubrimos la verdad, el bien que tenemos que hacer o practicar, y que se nos revela o manifiesta como luz o voz de Dios. Ahí reside la dignidad de la propia conciencia; por ser el templo en el que Dios nos habla, por ser la voz de Dios que resuena en él, la conciencia es sagrada y posee una fuerza que obliga más a todas las leyes humanas. Por eso no se puede desobedecer, ni nadie puede imponernos actuar en contra de ella: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Al seguir la propia conciencia no nos obedecemos a nosotros mismos, no obedecemos a los hombres, sino a Dios; su voz, que resuena dentro de nosotros, que descubrimos con nuestra razón, debe ser respetada y obedecida siempre. Precisamente porque es la voz de Dios o, al menos, porque de ello estamos sinceramente convencidos. Como recuerda con palabras del Vaticano la Nota que comentamos, en la conciencia descubrimos una ley fundamental que el ser humano “no se da a sí mismo, a la que debe obedecer y cuya voz resuena en los oídos de su corazón” (n. 17); así entendida, la conciencia es “norma próxima de moralidad”. Si la seguimos, actuaremos de acuerdo con nuestra dignidad de personas.

 

 

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