Queridos diocesanos:
Las semanas del tiempo de Adviento nos van preparando para la venida de Jesús, con la que se da cumplimiento a las promesas hechas por Dios a su pueblo y, en él, a toda la humanidad. Son días que disponen nuestros corazones para la celebración de la Navidad. Larga espera de algo vivamente deseado y esperado con intensidad inusual. No queremos que la Navidad, llegue, pase y se quede en nada. No queremos que sea como la lluvia que bate con más o menos fuerza sobre la piedra para que, al cabo de un rato no quede rastro de la misma. Con el tiempo de Adviento, preparamos la tierra para la siembra, para que su fruto sea rico, abundante, generoso. El esfuerzo para preparar la tierra tiene sentido si se mira a la cosecha; el Adviento; no lo tiene sin la Navidad.
La Liturgia presenta el nacimiento del Señor en un clima de silencio expectante, como si todo el universo, la naturaleza y la humanidad presagiaran de algún modo el gran acontecimiento, único por tantos motivos en la historia de los hombres y del mundo. Toda la historia, en silencio, expectante, está atenta al gran prodigio que tiene lugar en una pequeña ciudad, Belén de Judá.
Los hombres como descuidados; el universo, en cambio, en el silencio de la noche profunda, a la espera de la aurora, de la nueva luz, expectante, parece sumido en la singular quietud que precede a la eclosión del gran acontecimiento: el misterio de la Navidad, la irrupción de la eternidad -“el tiempo de Dios”-, en la historia -“el tiempo de los hombres”-; el querer de Dios realizado, la plenitud de los tiempos alcanzada: ¡El Verbo eterno de Dios hecho carne! ¡La Navidad! Como para frivolizar con estas fechas; como para reducir el misterio a una bella historia para niños; como para declasar el arcano a la condición de mito o fábula.
¡Navidad!, con una sola palabra expresamos un misterio grandioso y gozoso, al mismo tiempo. Grandioso e “incomprensible”. Pero no porque no podamos comprenderlo de ningún modo. Incomprensible porque es inabarcable, porque no podemos “abrazarlo”, porque supera siempre nuestra capacidad de conocimiento: siempre susceptible de una mayor y mejor comprensión, sin que nunca podamos percibir su luz infinita: nuestros ojos no pueden percibirla toda. Es luz velada en el misterio.
La Navidad es un “gesto” de amor divino que supera la experiencia de amor de cualquier criatura. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16), dice Jesús a Nicodemo. Nunca podremos los hombres, ni siquiera todos juntos, amar con la intensidad del amor de Dios que se manifiesta en la Navidad; pero es que tampoco podremos nunca ser amados por nadie con una intensidad semejante a la que supone la Navidad.
Grandioso misterio el de un Dios que ha amado tanto a los hombres que nos ha hecho don de su propio Hijo; tanto más insondable cuando sabemos del amor infinito del Padre por su Hijo: en la “teofanía” del Tabor y en la que tiene lugar en el Jordán, Jesús se nos revela como el Hijo amado del Padre, aquel en quien tiene sus complacencias. Se nos entrega para que, hecho hombre, nosotros podamos ser hijos de Dios. Si no fuera un despropósito absoluto siquiera pensarlo, parecería que el Padre ha amado más a los hombres que a su propio Hijo, puesto que lo ha entregado para rescatarnos del pecado y de la muerte.
¡El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros! (Jn 1, 14). El hijo eterno de Dios, nacido de María Virgen, se hizo ciudadano de este mundo, tomó nuestra condición humana –alma y cuerpo como los nuestros-, aunque sin tener que, ver en absoluto, con el pecado. Este es el grandioso, inabarcable, incomprensible, misterio de la Navidad, que llena de alegría el mundo y a cuantos lo recibimos con fe.
¡Muy feliz Navidad!
+José María Yanguas
Obispo de Cuenca