Carta semanal del Sr. Obispo. «Ni la gracia de Dios elimina su justicia, ni la justicia hace vana la gracia»

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8 de noviembre de 2019. Noviembre III

Queridos diocesanos:

No faltan personas, también entre los cristianos, que piensan que, sea cual sea el comportamiento de uno durante su existencia terrena, ya se trate de un pecador o de alguien que se ha esforzado por ser fiel a Dios y vivir según su voluntad, al final del caminar en este mundo, la suerte de uno y otro será idéntica.

La realidad de un Dios que juzga a los hombres, que premia y castiga, no encuentra fácil acomodo en la idea que a veces nos hemos fabricado de Él. “En la época moderna, afirma Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, la idea del Juicio universal se ha desvaído” (n. 42). Podemos añadir, sin miedo a equivocarnos, que lo mismo ha ocurrido, y quizás en mayor medida todavía, con la idea del juicio particular, personal. Pero perder de vista la idea del juicio de Dios entraña el grave peligro de conducirnos a pensar erróneamente que lo que se hace en la tierra, sea lo que fuere, tiene siempre el mismo valor. En realidad poco importaría el modelo de vida que uno haya encarnado durante su vida en este mundo (cfr. ibídem,  n. 44), como si nuestro modo de vivir fuera irrelevante para nuestra suerte final. Al sopesar las vidas de los hombres, la gracia y la bondad de Dios prevalecerían de tal modo sobre su justicia que harían de ésta poco más que una palabra sin contenido real.

Pero la Sagrada Escritura habla con frecuencia de Dios como juez y como remunerador de nuestras obras, buenas o malas. En la carta a los Hebreos, por ejemplo, se afirma que sin fe es imposible agradar a Dios, “pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan” (11, 6). Y con la misma rotundidad sostiene que es destino de los hombres morir una sola vez y someterse al juicio de Dios tras la muerte (cfr. Heb 9, 27). San Pablo, por su parte, asegura con claridad que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo,  “para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal” (2 Co 5, 10). Dios es, en efecto, “juez de todos” (Heb 12, 23), y retribuye a cada uno en el más allá según las obras que haya realizado en este mundo.

El Catecismo de la Iglesia Católica asevera: “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (n. 1022). No existen más que estas tres posibilidades como resultado del juicio: cielo, purgatorio o infierno.

Es cierto que el Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del juicio final; la misma en la que profesamos nuestra fe en el Credo: “y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos”; pero es también frecuente que hable de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno “como consecuencia de sus obras y de su fe” (ibídem, 1021). Ejemplos particularmente claros los encontramos en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro: “… ahora él (Lázaro) es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado” (Lc 16, 25), o en las palabras de Cristo al Buen Ladrón: “En verdad te digo: hoy estará conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). El último destino de los hombres puede, pues, es diferente para unos y otros, y ello en razón de las obras, buenas o malas, cumplidas en este mundo. La gracia y justicia divinas se conjugan ciertamente de un modo que supera nuestra inteligencia; pero de una cosa estamos seguros; ni la gracia de Dios elimina su justicia, ni la justicia hace vana la gracia. Basta con saber esto.

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