Queridos diocesanos:
Retomamos nuestro “encuentro” semanal tras el paréntesis de las recientes fiestas navideñas. Antes de nada, deseo hacer llegar a todos mi deseo de un año nuevo lleno de las bendiciones de Dios Nuestro Señor. Que Él nos conceda a cada uno, a nuestras familias, a nuestra patria y al mundo entero el regalo de la paz. La necesitamos de manera particular en un tiempo en que vemos morir y sufrir a tantas personas víctimas, en gran medida inocentes, de las múltiples guerras en acto.
En su discurso del pasado 8 de los corrientes dirigido al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa sede, el Santo Padre se ha referido a los numerosos conflictos internacionales que siembran muerte y sufrimientos sin fin en diversas partes del mundo. Algunos están presentes en los medios de comunicación; otros pasan más desapercibidos, aunque sus consecuencias son igualmente dolorosas y graves. Con razón viene hablando el Papa, desde hace años, de una “guerra mundial a trozos”.
Mientras que el interés por el bien común, por el bien de todos, es fuente de concordia y origen de pactos y entendimientos entre individuos y pueblos, el egoísmo a diversa escala esta siempre en el surgir de las tensiones, divisiones, odios, enfrentamientos y guerras. Por eso, no podemos cansarnos nunca de pedir a Dios la paz y de promoverla en el propio corazón y en las relaciones sociales, avivando la conciencia de la hermandad entre todos los moradores de este mundo nuestro. La paz necesita como condición indispensable de la buena voluntad de los hombres. Las palabras de los ángeles a los pastores de Belén forman parte del mensaje eterno de la Navidad: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
En el citado discurso del papa Francisco al Cuerpo Diplomático, nos ha recordado algunas verdades fundamentales que deben ser tenidas en cuenta si se quiere hablar en serio de la paz. Para conseguirla, ha dicho, no basta eliminar las armas, “es necesario extirpar de raíz las causas de las guerras, la primera de todas es el hambre (…). A esta causa se puede conectar en cierto modo la explotación de las personas, obligadas a trabajar mal pagadas y sin perspectivas reales de un crecimiento profesional”.
Junto a estas causas que podríamos llamar objetivas de las guerras, se encuentran otros factores y prácticas, fruto de actitudes y decisiones personales, que las promueven y mantienen vivas. “El camino hacia la paz, sigue diciendo el Papa, exige el respeto de la vida, de toda vida humana, empezando por la del niño no nacido en el seno materno, que no puede ser suprimida ni convertirse en un producto comercial. En este sentido, considero deplorable la práctica de la llamada maternidad subrogada, que ofende gravemente la dignidad de la mujer y del niño (…). En cada momento de su existencia, la vida humana debe ser preservada y tutelada, aunque constato, con pesar, especialmente en Occidente, la persistente difusión de una cultura de la muerte que, en nombre de una falsa compasión, descarta a los niños, los ancianos y los enfermos”. El camino hacia la paz exige también el respeto de los derechos humanos contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el diálogo paciente y perseverante en la búsqueda de soluciones a los distintos retos a los que se enfrenta hoy nuestro mundo (cfr. ibídem).
El amor a la verdad y la búsqueda de verdades sólidamente apoyadas en la naturaleza del hombre, de la sociedad y del mundo, resulta indispensable para una pacífica convivencia. La renuncia a conocer la verdad o la negación de la misma termina por dejar la construcción de este mundo en manos de egoísmos personales o de grupos. El amor profundo y el esfuerzo paciente por alcanzar la verdad se oponen tanto al relativismo, incapaz de ofrecer una sólida y segura base para la creación de un orden verdaderamente humano, como a toda clase de fanatismo irracional, que pretende imponerse sus ideas mediante el ejercicio de la fuerza física o el más sutil de las mayorías numéricas.