Carta semanal del Sr. Obispo: «No se salva quien busca salvarse solo»

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Queridos diocesanos:

El capítulo cuarto de la encíclica Fratelli tutti : “Un  corazón abierto al mundo entero”, desarrolla algunas de las consecuencias de la afirmación central de todo el documento: que todos los seres humanos somos hermanos. Como toda gran verdad, también esta es rica de consecuencias prácticas. Basta ponerla en relación con algunos problemas de nuestro tiempo, para que estos queden iluminados con nueva luz, y comiencen a dibujarse soluciones nuevas. Es lo que va a hacer el Papa en este capítulo cuarto. Si no se la quiere reducir a mera abstracción, la verdad de la fraternidad universal, “nos plantea una serie de retos que nos descolocan, nos obligan a asumir nuevas perspectivas y a desarrollar nuevas reacciones” (n. 128).

Si ponemos en conexión la verdad de la fraternidad universal con el fenómeno de las migraciones, comprenderemos mejor el derecho que corresponde a todo ser humano “de encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona” (n. 129). Nuestra actitud fraterna para con los migrantes la articula el Papa en las acciones de “acoger, proteger, promover e integrar”.  En concreto, el Papa precisa algunas de las numerosas implicaciones de dicha actitud, por ejemplo: incrementar y simplificar la concesión de visados, adoptar programas de patrocinio privado y comunitario, abrir corredores humanitarios para los refugiados más vulnerables, ofrecer un alojamiento adecuado y decoroso, garantizar la seguridad personal y el acceso a los servicios básicos…”. Y para los que hace tiempo que han llegado hasta nosotros es importante que se les pueda aplicar el concepto de ciudadanos. (cfr. nn. 130-131). El Papa juzga que el fenómeno de la migración puede suponer un beneficio para las sociedades que acogen, y una ocasión de nuevo desarrollo para quienes llegan a ellas. Para que sea realidad son necesarios una mente y un corazón abiertos, flexibles, capaz de dar y recibir en un intercambio fecundo.

Este intercambio resulta cada vez más inevitable en un mundo cada vez más globalizado, y hemos de procurar que beneficie a todos. Por eso, dice el Pontífice, “necesitamos desarrollar la consciencia de que hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie”, pues lo que ocurre en un lugar del planeta afecta a todos (n. 137). La experiencia dolorosa de la pandemia nos ha hecho ver que, en relación con un creciente número de problemas, es preciso buscar soluciones que valgan para todo el planeta. Va creciendo así la conciencia de que no se salva quien busca salvarse solo. “Hoy, dice el Papa al concluir este capítulo, ningún Estado nacional aislado está en condiciones de asegurar el bien común de su propia población” (n. 153). Por eso, resulta urgente crear “un ordenamiento mundial jurídico, político y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de los pueblos”, lo que “supone que se conceda también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres” (n. 138). La capacidad de pensar y de buscar soluciones “juntos” a los problemas comunes, “de pensar no solo como país, sino también como familia humana” mide, dice el Papa, “la verdadera calidad de los distinto países” (n. 141).

Pero la apertura a lo universal no significa que los individuos, los grupos humanos y los pueblos deban renunciar a su propia identidad, a los propios tesoros culturales y espirituales, pues, de ese modo, el mundo no se enriquecería ni progresaría, sino que se haría más pobre. La universalidad no tiene por qué “diluir” las particularidades (n. 151), aunque frecuentemente las amenaza. Una cultura y un mundo abierto no significan uniformidad, homogeneización, estandarización, una cultura dominante e impuesta que ha perdido el gusto de lo diverso, y en la que ya no se respeta a cada uno en su valor. La fórmula de éxito es la que combina un “sano amor al propio pueblo y su cultura” con una “sincera y amable apertura a lo universal”, que se deja “interpelar por lo que sucede en otras partes y “enriquecer por otras culturas”, que se solidariza “con los dramas de otros pueblos” (n. 146). De otro modo, el excesivo amor a la propia realidad frena capacidad de desarrollo, la vuelve estática y enferma (cfr. ibídem).

Los demás, los otros, pueblos e individuos, no duda en decir el Papa, son “constitutivamente necesarios para la construcción de una vida plena” (n. 150). En efecto, o somos-con-los-otros, o no llegamos a ser en plenitud.

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