Queridos diocesanos:
La semana pasada decíamos que la Cuaresma es “tiempo de orar”: de ponernos ante Dios y de dejarnos iluminar por su luz, para descubrir nuestras infidelidades y pecados, y renunciar a los ídolos que nos seducen. Es tiempo de conversión.
La Cuaresma es tiempo de orar: de purificación y de petición de perdón, de implorar humildemente la misericordia de Dios. Así lo enseña con insistencia la liturgia cuaresmal, en la que se nos revela el verdadero sentido de estos días. Ya en el mismo inicio de la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, al bendecir la que después será impuesta sobre la cabeza de los fieles se dice: “Oh Dios (…), concédenos, por medio de las prácticas cuaresmales, alcanzar el perdón de los pecados y emprender una nueva vida”. El Viernes después de Ceniza pedimos en la oración de después de la Comunión: “(…) que la participación en ese sacramento nos purifique de todo pecado (…)”; y en la oración sobre las ofrendas del Sábado después de Ceniza rogamos que: “ ( …) purificados por su eficacia (la del sacrificio que celebramos), podamos ofrecerte el afecto de nuestro corazón”.
En las lecturas de la Misa y en el salmo responsorial de estos días, la oración de petición de perdón va precedida a menudo por la confesión de los propios pecados. Así, a modo de ejemplo, en la respuesta a la primera lectura del Miércoles de Ceniza hemos reconocido con sencillez nuestra condición de pecadores, repitiendo a modo de estribillo: “Misericordia, Señor, hemos pecado”, mientras leíamos el salmo 50, en el que se nos invita a confesar nuestra condición pecadora: “Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia”. También en el Viernes de la primera semana de Cuaresma nos hemos dirigido a Dios con el salmista invocándolo como “aquel de quien procede el perdón”, y con palabras del salmo 98 hemos pedido: “Socórrenos, Dios, salvador nuestro, por el honor de tu nombre; líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre”
Particularmente incisivo resuena en estos días de Cuaresma el grito de los profetas. El profeta Daniel, dando voz a todo el pueblo elegido, se dirige al Señor declarando: “Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos (…). Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero mi Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él”. En la Misa del martes pasado, el profeta Jeremías nos invitaba, dando voz a las palabras del Señor: “Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones”.
Si acudimos al Evangelio, vemos como Jesús enseña a rezar a sus discípulos con una oración de petición. Entre las que componen el Padre Nuestro, la quinta se eleva al Padre implorando: “perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El Señor parece poner la medida de su perdón en la que usamos nosotros con los que nos ha ofendido. Por eso en la “parábola sobre el perdón y la misericordia” (Mt 18, 21-35), en la que se ve cómo el Señor está pronto para condonar nuestra ofensa o deuda por grandes que sean, lleva muy a mal, en cambio, que no seamos capaces de perdonar a los demás ni siquiera la cosa más nimia. Es algo que ofende particularmente el corazón de Dios, siempre dispuesto a perdonar. Y en la parábola del hijo pródigo, este implora el perdón de Dios reconociendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 21).
Vemos. pues, que una de las formas de la oración cristiana es la de petición. De ahí que la oración se definiera antes en el Catecismo como un “levantar a Dios el corazón y pedirle mercedes”. El perdón de los pecados es una de las “mercedes” más importantes que podemos pedir siempre a Dios, especialmente en este tiempo de Cuaresma.