Queridos diocesanos:
Una vez pasadas las celebraciones de la Semana Santa, proseguimos nuestras reflexiones sobre algunos aspectos de la oración cristiana. Hablamos en su momento de la Cuaresma como tiempo de orar y de pedir perdón a Dios por nuestros pecados; tratamos del valor y necesidad de la oración, y de la humildad como una de las cualidades esenciales de la oración. Hoy quiero fijarme en otra de las notas que debe acompañar a la oración: la perseverancia o constancia.
En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas (2, 42-43) recoge algunos aspectos fundamentales de la vida de la primera comunidad cristiana, la Iglesia de Jerusalén: “Y perseveraban, se lee en el lugar citado, en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones”. La primitiva comunidad cristiana se presenta al mundo como una comunidad en la que se trasmite la doctrina de los apóstoles; donde reina la comunión de corazones, manifestada, por ejemplo, en la unidad de “sentimientos” y en el compartir los bienes; que se reúne para celebrar la Eucaristía, instituida por Jesús en la Última Cena; para orar en común. Nota común a este modo de proceder de la primitiva comunidad cristiana es la perseverancia, pues no o se trataba de actos puntuales, esporádicos, cumplidos ocasionalmente, sino de un proceder asiduo, constante, regular.
Las oraciones de las que habla el texto de los Hechos, en las que perseveraban los primeros cristianos eran principalmente las mismas que recitaban los judíos piadosos, y entre las que figuraría, además, a buen seguro, la oración del Padre Nuestro que Jesús había enseñado a sus discípulos como su oración más propia.
La práctica cristiana de una oración perseverante era la traducción existencial de la enseñanza de Jesús en la parábola del juez inicuo y de la viuda (Lc 18, 1 ss). Aquella buena mujer se presentaba con frecuencia para pedir al juez que le hiciera justicia de su adversario. El juez se negó durante un tiempo, pero importunado por la perseverante actitud y ruegos de la mujer viuda, terminó por administrarle justicia para que no le siguiera molestando. Fue, pues, la perseverancia en sus ruegos, su constancia, la que venció la resistencia del juez. Y eso que se trataba de un juez injusto, comenta el mismo Señor, y prosigue: “pues bien, ¿Dios, no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. Le enseñanza es clara: si un juez injusto termina por escuchar a quien suplica con insistencia, ¡con cuanta más razón, escuchará nuestro Padre Dios las oraciones de sus hijos!
Ya el versículo que introduce la parábola pone de manifiesto la finalidad de la misma: en el plan divino, es “necesario” orar sin desfallecer, sin dar paso al desánimo ante la falsa impresión que uno puede tener de que no es escuchado. La cuestión no es que Dios no nos escuche, sino, más bien, nuestra falta de fe, la inconstancia de nuestra oración o la falta de humildad con la que nos dirigimos a Dios. El problema es que, con frecuencia, consideramos que pedimos cosas justas y que lo hacemos con la humildad y la perseverancia debida y, sin embargo, Dios, decimos, no nos concede la que pedimos. Pensamos que, en el fondo, nuestra oración exige que Dios nos escuche. Si no lo hace en el tiempo y modo que deseamos, cedemos en nuestras peticiones o, lo que es peor, nos rebelamos contra Dios o “le ponemos mala cara”.
Dos no me escucha, se oye decir con cierta frecuencia. Y se termina por abandonar la oración por su aparente inutilidad. La parábola del juez inicuo y de la viuda que obtiene justicia por perseverar en sus ruegos, nos enseña que Dios siempre escucha nuestra oración; pero a su modo y ritmo, con el perfecto conocimiento de qué es lo mejor para nosotros. De ahí que la oración constante sea un acto de fe en el amor de Dios. Así lo sugiere Jesús al final de la parábola: “Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Fe, pues, y perseverancia en la oración.
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