Queridos diocesanos:
En preparación del Jubileo del año 2025, el Papa Francisco nos exhorta a vivir este de 2024 como un “tiempo de gracia”, y quiere que sea un “Año de la Oración” dedicado a “redescubrir el gran valor y la absoluta necesidad de la oración”. Nos ha pedido, además, que intensifiquemos la oración para vivir este “tiempo de gracia”, que nos llevará hasta la apertura de la Puerta Santa con la que iniciará el Jubileo.
Siguiendo nuestras reflexiones sobre la oración, quiero hoy hacerme eco de las palabras del Papa apenas citadas que ponen el acento en el valor y la necesidad de la oración, valor que queda de manifiesto en una idea tradicional en la ascética cristiana. Según esta, la oración es como el “cimiento” de la vida espiritual” (cfr., por ejemplo, San Josémaría Escrivá, Camino, n. 83). Un buen cimiento asegura la solidez de un edificio. Sobre él se construye y descansa el resto de la edificación, soporta su peso, garantiza su estabilidad frente a embates más o menos violentos del viento, la lluvia o cualquier otro agente atmosférico. Sin unos buenos cimientos, es difícil que, a la larga, el edificio se mantenga en pie. Debe descansar sobre la roca. Pues bien, la oración es justamente la roca sobre la que se sostiene todo el edificio de la vida espiritual.
La oración puede revestir formas muy diversas: de adoración, de alabanza, de acción de gracias, de bendición, de intercesión. Puede ser vocal o mental; tener mayor o menor abundancia de sentimientos; ser más de corte contemplativo, afectivo o meditativo; llevarse a cabo en un lugar u otro, en el templo o en medio de la naturaleza; en casa o en la calle; andando, sentado o de rodillas; cantando o recitando; ocupados en una labor u otra; convirtiendo en oración el trabajo que se hace, sea este intelectual o manual; oración que se puede hacer a solas o con otros; con textos del Evangelio, o de la Sagrada Escritura en general o tomados de la Liturgia, de los Santos Padres o de otros probados autores de espiritualidad… Pero no hay vida interior ni existencia cristiana sin oración en, al menos, algunas de sus formas. Este es el principio, el axioma, vigente en toda la tradición cristiana. La variedad de modos de oración facilita seguramente hacer realidad la amonestación del Señor, según la cual: ”Es necesario orar siempre y no desfallecer” (Lc 18, 1), y a la que hace eco San Pablo cuando exhorta a los tesalonicenses: “Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión” (1Tes 5, 17-18).
Lo habitual será que la oración se plasme en “oraciones”. Así parece sugerirlo el hecho de que cuando los Apóstoles se dirigen a Jesús pidiendo que les enseñe a orar como Juan Bautista enseñó a sus discípulos, el Señor les responde con la plegaria prototipo de toda oración cristiana: el Padre Nuestro, oración vocal, pero cuyas palabras deben ir acompañadas por la cabeza y el corazón, la fe y el amor, para que no queden reducidas, como decía Santa Teresa de Jesús, a mero ruido de palabras.
Además de cimiento de la vida espiritual, la oración es condición o exigencia de la fecundidad apostólica. Esta no reposa sobre las habilidades personales, ni en el dominio de recursos técnicos, ni en tácticas sabiamente diseñadas, todas cosas útiles en la labor pastoral. Pero la eficacia viene de Dios, de la oración confiada al Señor, porque “ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios que hace crecer” (Cor 3, 7). ¡Cuántas decepciones se evita el cristiano, el apóstol, si es consciente de esta verdad!
La Cuaresma es tiempo propicio para intensificar, como pide Francisco, nuestro espíritu de oración. Oración en momentos determinados, a solas, en recogimiento y silencio, hecha quizás ante el Santísimo, sirviéndonos de los salmos de la Liturgia o verbalizándola en fórmulas, siempre vivas, aprendidas de labios de nuestros mayores.
