Carta semanal del Sr. Obispo: «Perdón sin límites»

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Queridos diocesanos:

Nos encaminamos hacia el final de la cuaresma. Cuando vamos a iniciar la quinta de las seis semanas que nos conducen lentamente hasta la Semana Santa por antonomasia, la Iglesia vive la antigua costumbre de “velar” las cruces y las imágenes de nuestros templos. En muchos lugares se ha perdido esta tradición que, sin embargo, nada impide que conservemos y que, incluso, podamos vivir en nuestras propias casas. Caminamos lejos de nuestra patria definitiva que es el cielo, y una especie de velo cubre nuestros ojos impidiéndonos contemplar las realidades celestes. Este es tiempo de fe, no de visión. Cuando vivamos nuestra personal Pascua y pasemos, por la gracia de Dios, de este mundo al Padre, el velo caerá de nuestros ojos y veremos a Dios tal cual es (cfr. Jn 3, 2).

El evangelio del pasado domingo (cfr. Lc 15, 11-32) y el que leeremos en el próximo (cfr. Jn 8, 1-11) nos hablan de la misericordia infinita de Dios, de su perdón que alcanza a todos los hombres sin excepción. Todos estamos, en efecto, necesitados de él, porque todos hemos pecado. Lo recuerda San Pablo en su Carta a los Romanos, donde afirma que la “justicia” de Dios, la justicia que nos justifica, que nos hace justos o santos, nos llega por la fe en Jesucristo. “Pues no hay distinción, dice el Apóstol, ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús” (3, 22-24).

Los citados pasajes del Evangelio ponen de manifiesto con gran vigor que el perdón de Dios abraza a todos los hombres, pues todos, sin excepción, estamos necesitados de él. Tanto los pecadores y publicanos, categorías en las que el texto evangélico parece incluir a todos los “injustos”, como los escribas y fariseos, grupos que abrazan a los que son tenidos como los “justos” por excelencia. Todos debemos confesar nuestro pecado, como el hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 18-19), y como la pecadora, que no necesitaba confesarlo con sus palabras, porque había sido “sorprendida en adulterio” (Jn 8, 3).

Pero lo que resulta más sorprendente en los relatos evangélicos es que también los tenidos por justos necesitan igualmente perdón. También ellos son pecadores. Lo son los escribas y fariseos que llevan a la adultera a la presencia de Jesús: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8. 7), y lo es el hermano mayor del hijo pródigo que se niega a entrar en la casa del padre y se ofende porque su padre es bueno con el hijo pródigo.

Es más, los que se tienen y son tenidos por justos están como cegados y no perciben su propia maldad. En cambio, el hijo pródigo y la adúltera, reconocen, antes o después, sus pecados, y los confiesan con sus palabras o con sus gestos.

Si los pasajes del Evangelio a los que nos venimos refiriendo, lo mismo que el citado texto de San Pablo, dejan claro la condición pecadora de todos los hombres y mujeres, con tanta o mayor claridad afirman que la misericordia de Dios es para todos, que su perdón no tiene límites, sea cual sea la ofensa, sea cual sea su gravedad. Él está dispuesto a perdonar siempre (hasta “setenta veces siete”, Mt 18, 22). Ningún pecado es excesivamente grande o grave como para no poder ser perdonado por Dios, y nadie puede pensar con razón que está excluido del perdón divino.

Es tiempo de Cuaresma. Reconozcamos humildemente nuestros pecados, no tengamos vergüenza de confesarlos a quien con tanta piedad perdona, acerquémonos sin miedo al sacramento de la Penitencia, y recomencemos de nuevo el camino de la vida cristiana con la intensa alegría de quien ha sido liberado de sus pecados.

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