Queridos diocesanos:
En seguida se cumplirán cuatro años de la primera celebración de la Jornada Mundial de los Pobres. Fue una decisión del Papa Francisco con la que, de alguna manera, concluía el Jubileo Extraordinario de la Misericordia. El Papa quiso que la Jornada tuviera lugar en toda la Iglesia el penúltimo domingo del tiempo ordinario, que precede la fiesta de Cristo Rey, “el cual, como dice Francisco, se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia” (cf. Mt 25,31-46). Este año la Jornada la celebraremos este domingo, 14 de noviembre.
En el pensamiento del Santo Padre este día debe ayudar a las comunidades cristianas, y a cada bautizado en particular, a profundizar en tres direcciones distintas. En primer lugar, debe facilitar la reflexión sobre el hecho de que la pobreza “está en el corazón del Evangelio”, además de ser compañera de viaje de la humanidad. Basta recordar el episodio que tuvo lugar en la sinagoga de Nazaret a la que acudió Jesús en sábado, según era su costumbre. Allí, tras leer el pasaje de Isaías en el que está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres…”, Jesús concluye la lectura del Profeta afirmando solemnemente: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 18 y ss). Los destinatarios de su misión son, pues, los pobres. Es cierto que todos los hombres están llamados a acoger el Evangelio, porque Dios quiere la salvación de todos; pero solo los humildes, los sencillos, los que están abiertos a Dios, los que se saben necesitados de Él, le abren sus oídos, lo reciben con gozo y dejan que ilumine sus vidas. La pobreza material despierta con mayor facilidad la conciencia de la radical indigencia, de la pobreza propia de toda criatura. La riqueza, por el contrario, puede favorecer el engreimiento, la autosuficiencia, la “soberbia de la vida”, la desmedida confianza en los bienes que uno posee, y puede provocar la cerrazón a la Palabra de Dios y el olvido de los demás.
En segundo lugar, como decía el Papa hace cuatro años, esta Jornada de los Pobres debe recordarnos que “mientras Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16, 19-21), no podrá haber justicia ni paz social”. Podría parecer que estas palabras condenan a los hombres a habitar un mundo sin paz ni justicia, ya que el mismo Señor afirma que siempre tendremos pobres entre nosotros (cf. Jn 12, 8); pero lo que, desde luego, resulta claro es que la pobreza es una ofensa a la justicia y un obstáculo para la paz, y que el empeño auténtico por una y otra debe ser acompañado por el esfuerzo sincero por erradicar la pobreza. El alma del hombre justo no podrá nunca contemplar impasible la pobreza ni permanecer inactivo en su presencia.
Por último, esta Jornada debe motivarnos como una genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), que debe renovar el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia”. (n. 21). Por eso, el Papa nos llama a ir al encuentro de los pobres, allí donde se encuentren, sin que importe el tipo de pobreza, vieja o nueva, más o menos clamorosa, que sufren. “No podemos esperar a que llamen a nuestra puerta, dice, es urgente que vayamos nosotros a encontrarlos en sus casas, en los hospitales y en las residencias asistenciales, en las calles y en los rincones oscuros donde a veces se esconden, en los centros de refugio y acogida…” Es una invitación a estar vigilantes para descubrir los rostros de la pobreza que interpelan nuestra conciencia cristiana.
Cada uno puede preguntarse: ¿Estoy seguro de no ceder, a veces, a la indiferencia, al desprecio, al gesto de disgusto ante el pobre? ¿Medito con frecuencia que Jesús se hace presente en él? ¿Lucho concretamente por erradicar la pobreza?