Queridos diocesanos:
En la plegaria comúnmente llamada “oración sacerdotal”, que San Juan recoge en su evangelio, Jesús ruega encarecidamente al Padre por sus discípulos y por todos aquellos que, por la palabra de ellos, abrazarán la fe cristiana a lo largo de los siglos. Jesús pide “para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). El mismo Señor presenta la unidad de los que a lo largo del tiempo creerán en él como una condición para que el mundo entero lo reciba como el enviado de Dios.
Resulta más que oportuno recordar las palabras del Señor cuando da inicio la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos (18-25 de enero). Nos servirán de acicate para intensificar nuestra petición y la de toda la Iglesia, que se une a la que Jesús hizo al Padre en la Última Cena.
La unidad de los cristianos es fruto sobre todo de la oración; es don de Dios y no fruto de nuestras solas fuerzas, resultado de nuestra mera voluntad de comunión por intensa que ella sea. Ruego pues que en todas las parroquias y comunidades cristianas de la diócesis se pida de manera especial por la unión de todos los cristianos en los días que van del 18 al 25 del mes en curso. Esa oración puede concretarse en alguna de las intenciones de la oración de los fieles en la Santa Misa, en el rezo del Santo Rosario y en la adoración eucarística, esté o no establecida oficialmente en ellas.
La unión de los cristianos, firmemente apoyada en la fe en la eficacia de la oración, ve allanado su camino cuando se profesa sincera estima y aprecio por los hermanos de las distintas Iglesias y Comunidades cristianas. No son, en modo alguno, enemigos nuestros, sino, más bien, hermanos en la fe en Jesucristo, aunque sigan existiendo diferencias y desacuerdos en puntos de doctrina y disciplina. Las muestras de respeto cordial son pasos que conducen por el camino de la unidad a quien las ofrece y a quien las recibe. La división entre quienes confesamos a Cristo como el Señor, salvador del género humano, constituye una herida infligida al Cuerpo místico de Cristo y debemos verla y vivirla como tal, pues “contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres” (Concilio Vaticano II, Decreto sobre el Ecumenismo, n. 1).
La Iglesia instituida por Cristo, confiada a los Apóstoles y sólidamente asentada sobre Pedro, humilde pescador de Galilea, ha sufrido a lo largo del tiempo divisiones y escisiones. Estas, no obstante, no han destruido todos los vínculos que unen a los cristianos. Gracias a la fe en Cristo y al Bautismo recibido están constituidos en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia edificada sobre la roca de Pedro, por más que existan impedimentos que se oponen a la plena comunión. Pero los vínculos que nos unen son numerosos y muy importantes, y son elementos constitutivos de la Iglesia: “la Escritura, la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles” (ibídem, n. 3). De ahí que, como afirma el Concilio, la Iglesia y las Comunidades separadas no están desprovistas de “sentido y valor” en el misterio de la salvación, y el “Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que fue confiada a la Iglesia católica” (ibidem). Por todo ello, los así llamados hermanos separados, “justificados en el bautismo por la fe, están incorporado a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen con razón, como hermanos en el Señor”, (ibídem).
Pidamos todos en estos días para que las causas de la división desparezcan y la unión de todos los cristianos sea pronto una gozosa realidad.
¡Feliz domingo a todos!
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