Carta semanal del Sr. Obispo: Por tratarse de un verdadero derecho fundamental de la persona, la objeción de conciencia no puede suponer “ninguna discriminación social o laboral”

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Queridos diocesanos:

En el rezo del Regina coeli en la plaza de San Pedro el pasado 22 de mayo, el Santo Padre, con ocasión de la manifestación nacional italiana bajo el lema: Elijamos la vida, daba las gracias a los participantes por su “empeño en favor de la vida” y por su “defensa de la objeción de conciencia”.  Semanas atrás dedicamos este espacio a hablar de la conciencia, de su dignidad y de la obligación de seguirla. La razón de una y otra –de su dignidad y de la obligación de obedecerla- radica en que juzgamos que en la conciencia resuena la voz de Dios, a quien se debe obedecer antes que a los hombres (cfr. Hch 5, 29).

Cuando hablamos, pues, de conciencia -vale la pena repetirlo una vez más-, no estamos refiriéndonos a una opinión personal, a un simple parecer, que nunca se nos presenta revestido de la exigencia que, en cambio, acompaña a la conciencia. De ahí que no seguirla, empeñarse en enmudecer su voz u obligar a alguien a actuar en su contra, constituye una ofensa a Dios y lesiona la dignidad de la persona. De ahí que el Papa, en la ocasión citada, afirmaba que “no podemos hacer callar la voz de la conciencia”.

Por resonar en la conciencia la voz de Dios, tenemos el deber moral de seguirla, de actuar según su dictamen, pues al hacerlo obedecemos a Dios mismo. Pero no solo tenemos el deber de seguirla, tenemos también el derecho de hacerlo; un derecho, además, que tiene el rango de fundamental (Nota doctrinal sobre la objeción de conciencia, 24). Se sigue, pues, como conclusión que “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio” (ibídem, 23). Se trata, pues, de una obligación, y no solo del derecho, de no seguir las prescripciones de la autoridad en esos casos bien precisos. Con dicha obligación han cumplido los mártires de todos los tiempos, también los actuales.

Por otra parte, es obligación del Estado “reconocer, respetar y valorar positivamente en la legislación” el “derecho fundamental e inviolable de toda persona” a la objeción de conciencia, algo que la Iglesia considera “esencial para el bien común de toda la sociedad (ibídem, 24). No se trata de una graciosa concesión del Estado, de un acto de benevolencia, dispensado de mala gana pues “permite” negarse a ciertas prácticas reconocidas legalmente. La objeción de conciencia constituye un verdadero derecho cuyo respeto representa un bien para la sociedad. Es un derecho –y una obligación- de cada persona física, pero se extiende por analogía, a comunidades e instituciones.

Por tratarse de un verdadero derecho fundamental de la persona, la objeción de conciencia no puede suponer “ninguna discriminación social o laboral” para quien recurre a ella (ibídem, 24). De ahí que la elaboración de un registro de objetores de conciencia a ciertos actos que la ley permite, constituye un auténtico atentado contra el derecho a no ser obligado a declarar las propias convicciones.

Cuanto llevamos dicho tiene clara aplicación en el caso de legislaciones que legitiman, por ejemplo, el aborto y a eutanasia. La Nota precisa: “Leyes de este tipo no solo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la obligación de conciencia” (ibídem, 26). Y en el caso de propuestas legislativas contrarias a bienes morales básicos, los legisladores católicos no pueden ni promoverlas ni apoyarlas. Tienen, más bien, la obligación de oponerse a ellas (ibídem, 27). La doctrina de la Iglesia no puede ser más clara al respecto.

 

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