Carta semanal del Sr. Obispo. Reflexiones antes el nuevo curso.

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Queridos diocesanos:

En la vida de cada cristiano, lo mismo que en la de las instituciones y en la de la Iglesia en general, las dificultades verdaderas, los obstáculos que dificultan mayormente su camino, las adversidades que pueden frenar su desarrollo, no son, por lo general, las que más se ven o las más fáciles de identificar. Los enemigos más insidiosos son los que están ocultos, los que no se hacen presentes a primera vista o aquellos otros que ofrecen un aspecto menos amenazador. Los más peligrosos no son siempre los que se identifican en seguida como tales, ni los que solemos llamar “enemigos declarados”.

Los fieles cristianos nos lamentamos con frecuencia del ambiente secularizado en el que muchos hombres parecen desenvolverse como si Dios no existiera, o de las costumbres que “normalizan” comportamientos ajenos a las exigencias auténticamente cristianas. Otras veces, es el clima hedonista, en ocasiones casi irrespirable, el que es objeto de nuestras quejas, pero también, en ocasiones, disculpa para nuestra pereza, excusa para actitudes renunciatarias y complacientes con ese mismo clima. No se puede negar que las dificultades son reales y que se van difundiendo modos de pensar y modelos de comportamiento abiertamente contrarios a los que proponen la fe y la moral católica. Probablemente lo mismo se podría decir de siglos pasados: basta leer los documentos pontificios de ese tiempo; pero no vale la pena entrar en discusiones sobre este asunto, de muy difícil dilucidación.

Sea de ello lo que fuere, la Iglesia, las comunidades cristianas, los grupos y las personas singulares están llamadas a renovarse continuamente, a reemprender el camino y a retomar aliento en la tarea de la personal santificación y del empeño por extender el Reino de Dios e impregnar las estructuras humanas con la luz del Evangelio. Contamos con medios más que suficientes para lograrlo: la gracia de Dios que nos llega abundante a través de los sacramentos, la oración filial y confiada a Dios nuestro Señor, la ayuda que nos prestan los demás miembros del Pueblo de Dios.

Es oportuno recordar estas ideas al retomar la actividad ordinaria una vez que para la mayoría ha terminado el tiempo de descanso, en el que el ritmo y la intensidad de la labor pastoral han ralentizado un tanto, de manera que podamos recuperar cuanto antes la “velocidad de crucero”. Es el momento de meditar, de reflexionar, de cambiar impresiones, de planificar con ambición el nuevo curso poniendo en marcha iniciativas nuevas o retomando y remozando las que cuentan ya con una tradición más larga.

Aunque tendremos seguramente ocasión de volver sobre este asunto, quisiera sugeriros algunas líneas maestras, de probada solvencia en la vida pastoral de muchas comunidades cristianas. Ni son las únicas ni quizás las principales. Pero algunas lecturas de este verano y la reflexión sobre las mismas me han sugerido invitaros a considerarlas y tenerlas en cuenta, en conexión estrecha con nuestro plan pastoral y los temas del Sínodo que está teniendo lugar en toda la Iglesia. Estas líneas de acción, cuyo orden de enumeración no reviste particular significado, son: el empeño de cada parroquia, comunidad, grupo o movimiento por seguir formando hombres y mujeres con capacidad de liderazgo y hondo sentido de Iglesia; su formación espiritual y doctrinal como discípulos; que asumen como propio y en primera persona la misión de llevar el Evangelio –es decir, a Jesucristo- a los demás, y hacen, en fin, de una muy cuidada Eucaristía dominical el verdadero centro de su vida personal y parroquial, de donde nace la vibración apostólica y el cuidado de los hermanos más débiles.

Pienso que vale la pena dedicar un pensamiento a estas líneas de acción.

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