Carta semanal del Sr. Obispo: «Religiones y amistad social»

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Queridos diocesanos:

Nos ocupamos hoy de la primera parte del capítulo octavo de la encíclica del Papa Francisco Fratelli tutti, un título que ya resulta a todos bien conocido. En ella, como reza el subtítulo del documento, el Santo Padre diserta sobre dos asuntos, la fraternidad y la amistad social, decisivos si queremos seguir dando pasos en el intento por construir una “casa común” más habitable, más confortable, donde los hombres y los pueblos puedan desarrollarse y alcanzar mayores y mejores niveles de humanidad, de acuerdo con el plan originario de Dios sobre los hombres.

En este capítulo octavo, último de la Encíclica, el Papa examina el papel que las religiones están llamadas a desempeñar “al servicio de la fraternidad en el mundo”. Tema delicado y controvertido tanto por sus inevitables connotaciones históricas, como por la posición adoptada por algunos, que piensan que la diversidad de religiones constituye una amenaza continua para la paz en el mundo y que, si acaso, habría que poner todo el empeño en “crear” una religión única, compartida por todos, capaz de superar las tensiones y divisiones, y combatir las flagrantes injusticias que descubrimos en nuestro mundo, también en el más cercano a nosotros. Claro que la idea de “crear” o “inventar” una religión única no es un empeño equiparable a la creación de un idioma nuevo y “artificial” elaborado a partir de variantes dialectales más o menos próximas. Aquí se estaría olvidando un dato fundamental e irrenunciable para el cristianismo, es decir, que la fe no es invención humana sino un don que “se recibe”, algo que nos es dado a los hombres. Somos “oyentes” de la Palabra, no “inventores” o “creadores” de la misma. Es algo que parece olvidarse con excesiva frecuencia.

Pero vayamos con lo que el Papa dice respecto del papel de las religiones en relación con la fraternidad universal y la amistad social. El punto de partida de su reflexión es la convicción según la cual: “Las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad” (n. 271). Cuando esta convicción desaparece del horizonte personal o social, cuando se diluye o se debilita, cuando una determinada religión elimina de su credo y de su moral dicha convicción, el empeño en favor de la fraternidad y de la justicia pierde inevitablemente fuerza y toma una dirección errada, quizás imperceptible en los inicios, pero fatal a no largo andar. Francisco cita las luminosas palabras de Benedicto XVI, convencido de que “la razón, por sí sola es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una conciencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad” (n. 272). ¡Pero de lo que se trata precisamente es de dar un sólido fundamento a la hermandad universal y al deber de instaurarla!, aunque no pueda lograrse de manera plena, total, permanente. Pero “sin una apertura al Padre de todos, insiste Francisco, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad” (ibídem). Hoy, tras las amargas experiencias del pasado, se va abriendo progresivamente paso en la conciencia de los mayores líderes de las más importantes religiones del mundo la convicción de que “hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades” (n. 274).

Resulta difícil no dar la razón al Papa Francisco cuando pone entre las causas más importantes de la crisis por la que atraviesa hoy nuestro mundo la de “una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes” (n. (275). Por eso, es lamentable y un daño para todos que, en el debate público de los problemas de nuestra sociedad, no esté presente la voz de quienes defienden las bases más sólidas de la hermandad universal que hunden sus raíces en Dios, Padre común.

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