Queridos diocesanos:
Continuamos todavía hoy estos comentarios a la encíclica Dilexit nos. Sobre el amor humano y divino del Corazón de Cristo, del Papa Francisco, con los queremos subrayar algunos de los principales textos de la misma. Como anuncié la semana pasada, hoy trataremos de la otra verdad fundamental de la parte V de la encíclica: la reparación.
La presentación que el Papa hace de la reparación amplia el sentido de este tipo de actos. Francisco se sirve de la enseñanza de san Juan Pablo II para quien el sentido de este concepto es el de recomponer algo que se había roto o destruido. En este sentido afirma: “sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo”, y continua su reflexión diciendo que esto “implica “unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo”, y lo corona con esta declaración de gran alcance espiritual y social: “esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón de Salvador” (Carta al Prepósito de la Compañía de Jesús, 5 de octubre de 1986).
Sabemos que todo pecado daña a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y daña también a la sociedad, de manera particular los pecados que constituyen una agresión contra el prójimo y dan lugar a estructuras de pecado, que condicionan e impiden el desarrollo de los pueblos. Resistir y oponerse a ellas, empeñarse en recomponer las relaciones humanas viciadas, es una consecuencia necesaria de la verdadera conversión del corazón que nos pide Dios, y es “nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar” (n. 183); pero daremos esta respuesta solo si somos animados por “la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo” (n. 184).
Nuestros pecados ofenden a Dios y dañan ciertamente a la sociedad y a nuestro mundo, pero dañan también en muchas ocasiones los corazones de otros hombres, cuyas heridas hemos de reparar en la medida de lo posible, por más profundas que sean y por más irreversibles que parezcan. Y esto, dice el Papa, requiere alimentar “dos actitudes exigentes”: “reconocer la propia culpa” y “pedir perdón” (n. 187). Reconocer el propio pecado es un acto propio de quien desea vivir en la verdad y no quiere mentirse a si mismo, deformando y alterando la verdad de su historia, de su propia vida. Pedir perdón, dice el Papa bella y profundamente, “es un modo de sanar las relaciones …., toca el corazón del hermano, lo consuela y le inspira la aceptación del perdón solicitado. Así, si lo irreparable no puede repararse del todo, el amor siempre puede renacer, haciendo soportable la herida” (Francisco, Discurso, Paray-le Monial, 4 de marzo de 2024).
El dolor, la compunción por el mal hecho, el llanto derramado por los propios pecados, evita que nos podamos considerar superiores a nadie o que nos escandalicemos farisaicamente por el mal que cometen otros hermanos o que nos enfademos con ellos; logra que uno se “vuelva severo consigo mismo y misericordioso con los demás” (n. 190). El Papa habla todavía de un sentido complementario de la reparación. Nuestro Señor Jesucristo, dice, “ha aceptado limitar la gloria expansiva de su resurrección, contener la difusión de su inmenso y ardiente amor para dejar lugar a nuestra libre cooperación con su Corazón” (n. 193). El poder y la fecundidad del amor del Corazón de Cristo es sobreabundante, infinito, capaz de llenar los corazones de todos los hombres y de que se desborde e impregne todas las realidades humanas. Pero ha querido que el alcance de su amor quede “condicionado” a la libertad humana, a que le permitamos inundar el propio corazón y hacerlo presente en el mundo. Pues bien, dice el Papa, según este modo de ver, “la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza, gratitud y entrega” (n. 194). La próxima semana, D.m., concluiremos nuestros comentarios a la encíclica.
¡Feliz domingo a todos!
