Queridos diocesanos:
Son numerosos y muy serios los problemas que centran cada día nuestra atención en estos atribulados tiempos en los que sufrimos las graves consecuencias de la pandemia del coronavirus que está condicionando nuestras vidas, trabajo, movilidad, relaciones familiares, vivencia y expresión de nuestras convicciones religiosas, etc. Pedimos a Dios Nuestro Señor que se abrevie este tiempo y se encuentren en breve soluciones eficaces y seguras.
Desgraciadamente, hay que lamentar que en estos meses, ya de por sí difíciles, se estén tratando en el Congreso de los Diputados, en voz baja y como de pasada, asuntos que revisten también una evidente gravedad y complejidad, y que requieren diálogo con las partes afectadas, participación de todos, estudio y discusión serena, voluntad de consenso; todo ello bien lejano de la la precipitación, la imposición unilateral, el sectarismo y la frivolidad. Me estoy refiriendo a la propuesta de una ley sobre la eutanasia, a la tramitación de una modificación de la ley del aborto y a la ley educativa en vista que comportará una efectiva limitación de las libertades.
Llama, y mucho, la atención que tan delicados asuntos se planteen en estos difíciles meses en los que son otros bien diferentes los que están reclamando nuestra atención y energías. Se tiene la impresión de que se están aprovechando precisamente estas circunstancias para hacer pasar unas propuestas legales que ni son urgentes, ni tienen el suficiente apoyo social, ni encuentran justificación alguna en los expertos ˗con los que sí que se cuenta para estos temas˗, ni suponen ningún progreso social; sino, muy al contrario, comportan “un retroceso de la civilización” por su falta de respeto a la persona humana y a su dignidad. De ello nos ocuparemos en las próximas semanas.
Pero no hemos de ceder a la tentación de centrarnos de tal modo en estos temas que dejemos de extender nuestra mirada a otras realidades igualmente graves que reclaman también nuestra atención. Una de estas realidades es la que pone ante nuestros ojos la anual celebración del Domingo Mundial de las Misiones, más conocido como el Domund. Y ello por dos motivos entre otros: el primero porque la celebración de esta Jornada, que se tendrá el próximo domingo 18 de octubre, significa, como ha dicho el Papa Francisco, “reafirmar cómo la oración, la reflexión y la ayuda material de nuestras ofrendas son oportunidades para participar activamente en la misión de Jesús en su Iglesia” (Mensaje para el Domund 2020). La ayuda del Domund que celebramos cada año permite que la Iglesia pueda anunciar la Buena Nueva en los 1.115 territorios de Misión de todo el mundo y le facilita seguir realizando su labor de impagable promoción de la persona. El segundo motivo es que esta Jornada nos hace más cercanos a los miles de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, que entregan generosamente sus vidas al servicio espiritual y material de sus hermanos. Hombres y mujeres que dignifican nuestro mundo y nuestro tiempo atravesado por un individualismo egoísta y un hedonismo que sofoca muchas veces nuestras mejores aspiraciones. Es bueno recordar, por ejemplo, que más de la mitad de las escuelas de la Iglesia, 119.200, se encuentran en las Misiones y que más de la cuarta parte de su trabajo social (hospitales, orfanatos, residencias de ancianos…) se desarrolla en esos territorios. También en la lucha contra el coronavirus las Misiones de la Iglesia Católica se encuentran en primera línea en la lucha contra el virus. Es inimaginable ˗me consta directísimamente˗ “la cantidad de bien” que hacen nuestros misioneros/as con las ayudas que reciben.
Sigamos ofreciéndoles en este día del Domund nuestra solidaridad hecha oración y ayuda. ¡Que Dios os lo pague!