Queridos diocesanos:
Las abundantes noticias que aparecen en la prensa de estos días sobre la voluntad de una parte del Gobierno de la nación y de algunos miembros del Congreso de los Diputados en relación con los odiosos abusos de menores perpetrados por gentes de Iglesia, sacerdotes o religiosos, me mueven a hacer algunas sencillas reflexiones.
Es bien sabido que la Iglesia, en sus más altas instancias, ha condenado desde hace años, de manera rotunda, en muchas ocasiones, en diversas circunstancias y con palabras muy fuertes dichos abusos. Basta recordar las recientes palabras del Papa emérito, con las que ha mostrado de nuevo su profundo dolor por esa terrible lacra, a la vez que ha dejado ver su pesadumbre por las dudas (cuando no las acusaciones) sobre su propia veracidad, y por presentarlo, inicuamente, “incluso como mentiroso” (Carta del Papa emérito Benecito XVI, 6 de febrero de 2022). El Papa Benedicto XVI afirmaba en esa ocasión: “Cada caso de abuso sexual es terrible e irreparable. Me siento consternado por cada uno de ellos en particular, y a las víctimas de esos abusos quisiera hacerles llegar mi más profunda compasión”. No es necesario traer a colación las innumerables veces en las que el Papa Francisco ha fustigado con gran fuerza los abusos. La Iglesia ha mostrado su dolor por las faltas de aquellos de sus hijos que debían cuidar especialmente de los más pequeños y débiles; no se ha escondido ante sus crímenes y no los ha blanqueado. Ha pedido perdón una y otra vez por esos pecados, por no haberles prestado la debida atención y por no haber hecho todo lo posible por evitarlos.
Pero no sería justo quedarnos ahí, sin reconocer al mismo tiempo, como sencillo homenaje la a verdad que, quizás, nadie está haciendo tanto como la Iglesia a la hora de la prevención, de la denuncia y del reconocimiento de los propios errores. Por referirnos solo a España, es sabido que se ha creado en cada diócesis una oficina para la recepción de las noticias sobre posibles abusos sexuales de menores; que se están llevado a cabo las “instrucciones previas” sobre los actos delictivos de que se tiene conocimiento y que, a menudo, se levanta la prescripción relativa a los mismos, a la vez que se precisan los protocolos de prevención. Si es cierto que no se elimina el mal realizado, sí se pone manifiesto la voluntad de acabar con él o, al menos, de limitarlo.
Tampoco sería justo que se diera la impresión de que se trata de delitos perpetrados fundamentalmente por clérigos. Sencillamente no es así. La fundación ANAR, organización sin ánimo de lucro, que estudia la evolución de la lacra de los abusos sexuales de menores, ha precisado que en los años 2008-2019 solo el 0,2% de los abusos corresponden a sacerdotes. Nos avergüenza -¡tanto!- esta cifra, pero el rubor y el dolor no pueden evitar que uno se pregunte: ¿quiénes son los autores del 99,8% de los abusos restantes, que son la inmensa mayoría? Y no es que no se sepa, porque los últimos estudios de la ONG Save the children les ponen nombre.
La pregunta que cualquiera se puede formular a la vista de estos someros datos es bien simple: el gravísimo y extendido problema al que asistimos ¿tiene algún viso de solucionarse o redimensionarse con la creación de una Comisión de Investigación sobre los abusos de la Iglesia en el Congreso o en el ámbito del Defensor del Pueblo? ¿No resulta razonable examinar el problema “en su conjunto” para descubrir sus raíces y poder así desarraigarlo? La Iglesia desea que se investiguen todos los casos, y ello por dos razones principales: por amor a la verdad y por respeto a las víctimas. ¿Es eso lo que busca la Comisión de Investigación propuesta por algunos partidos políticos? ¿Por qué
reducir la investigación a los delitos de la Iglesia? ¿Alguien tiene dudas al respecto?