Queridos diocesanos:
Nuestro tiempo es testigo de hechos y acontecimientos que en ocasiones nos llenan de legítimo orgullo porque suponen una seria contribución al desarrollo de la humanidad o porque son testimonio de la grandeza de alma de muchas personas. También se dan, por desgracia, actuaciones de hombres y mujeres que producen sufrimiento y vergüenza porque revelan ignorancia, irresponsabilidad, degradación moral o malicia.
La Constit. Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II que trata de la Iglesia en el mundo actual, dedica el capítulo I de su primera parte a “la dignidad de la persona humana”. Allí se afirma que la dignidad del hombre, de todo hombre -un ser con capacidad de conocer y amar-, radica en última instancia en el hecho de haber sido creado por Dios y constituido señor de la creación. La dignidad del hombre reside en su ser mismo, en su condición de criatura inteligente y libre. Esta condición del hombre es inamisible, no se puede perder por más que, a veces, pueda comportarse de manera más o menos irracional y se someta a esclavitud por voluntad propia o ajena. Por ello la persona humana no pierde nunca su dignidad radical: ella es, en su mismo ser, por si misma, digna.
Debido a esta dignidad radical, toda persona merece ser respetada, que se le reconozca su condición y los derechos inalienables que se derivan de ella y que ninguna otra criatura posee, sencillamente porque no se trata de personas.
La distinción entre la dignidad radical de que toda persona goza, y la eventual indignidad de algunas de sus acciones, está en la base del aforismo: “se condena el pecado pero no el pecador”. Por reprobables e indignos que puedan ser nuestros actos, no logran privarnos de la dignidad que tenemos como personas. Ahora bien, es claro que el respeto debido a la persona no hace de ningún modo que sus reprobables acciones sean dignas de respeto. Propiamente merecen respeto las personas; las acciones merecen aprobación, alabanza y premio, o bien, censura, reprobación, quizás también, castigo.
Lo mismo podríamos decir cuando se habla de la verdad y del error. La persona que hierra merece respeto, pero no lo merece el error mismo que comete. Las personas merecen respeto a pesar de sus errores teóricos o prácticos. En cambio, los pareceres erróneos, las opiniones equivocadas no merecen respeto, lo cual no quiere decir que se pueda ofender, maltratar, despreciar o humillar al que yerra o se equivoca. Las opiniones o pareceres erróneos “merecen” solo ser rebatidos, piden una buena argumentación que los refute, para evitar que se repitan y causen más daño.
Sería poco sensato que alguien dijera que tiene derecho a cometer errores o que sus errores deben ser respetados. Eso supondría tanto como admitir que un escolar puede decir que tiene derecho a cometer errores de ortografía en un dictado y que el profesor debe respetar su ignorancia. Es sencillamente un error, a menos que se admita que no existen verdades de ningún género. Pero existen, y también en el campo de la ética o la moral
Me venían a la cabeza estas reflexiones al escuchar estos días algunas opiniones presentadas como propuestas educativas de parte de personas de cierto relieve social. Si, como dijo el poeta, “la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero”, también lo es que el error es el error lo proponga el sabio o el insensato.