Queridos diocesanos:
La celebración de la solemnidad de Cristo Rey, último domingo del tiempo ordinario, da paso al Adviento que nos prepara para otra de las fiestas principales del año litúrgico, es decir, de lo que podemos denominar como calendario cristiano. Este se organiza en ciclos –Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Tiempo Ordinario-, de modo parecido a como el año natural lo hace en las así llamadas estaciones -primavera, verano, otoño e invierno-. Con el primer domingo de Adviento da inicio el nuevo año litúrgico.
El tiempo de Adviento lo integran cuatro domingos. Los dos primeros ponen ante nuestros ojos la última venida de Jesús, venida en poder y majestad. Los dos siguientes, en cambio, se centran en el anuncio de la primera venida de Cristo “en la humidad de la carne”.
El color morado de los ornamentos con los que se revisten los sacerdotes –estola y casulla-, así como la supresión del canto o rezo del Gloria los Domingos nos advierten del carácter penitencial de este tiempo. Son días en efecto en los que se nos invita a disponernos para la llegada del Señor. Así como el Evangelio es sobre todo Buena Nueva, y por eso mismo es alegre anuncio, pero, sin embargo, comienza con una llamada vibrante a la conversión, a la penitencia, al cambio de vida; así también el Adviento es una llamada a preparar el camino del Señor, a disponernos para su llegada, a purificar nuestros corazones y reservar la mejor de las acogidas al Dios que se hace hombre para hacernos partícipes de su naturaleza divina como hijos suyos.
Pero el Adviento es, sobre todo, un tiempo transido de esperanza, de una expectativa que sabemos tendrá feliz cumplimiento. Esperamos la venida del Señor porque creemos firmemente en el cumplimiento de las promesas hechas por Dios al Pueblo de la Alianza y, en él, a toda la humanidad. Y si muchos en Israel anhelaban que se hicieran realidad sus esperanzas humanas, los “pobres de Yahvé”, los sencillos y humildes de corazón, hacían recaer sus esperanzas en el mismo Dios, en el Mesías. Este era la gran promesa de Dios y la gran esperanza del Pueblo, como debe serlo también para nosotros. El gran regalo de Dios a la humanidad, la promesa que abraza y supera todas las demás, es el Verbo eterno de Dios hecho carne. La realización de cualquier otra promesa que no sea esta, defraudaría nuestra esperanza. Toda otra esperanza humana se queda corta; su cumplimiento no puede satisfacer nuestros deseos. Así lo dice, bella y acertadamente, la gran santa castellana, Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”.
Por ser el Adviento un tiempo de espera de algo extraordinariamente gozoso –el nacimiento del Hijo de Dios en Belén-, y al ser segura la esperanza de que acontecerá –“Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”- este tiempo de Adviento es tiempo de alegría. Una alegría con hondo contenido, con plena razón de ser. No son solo, en efecto, ni principalmente las luces y los adornos, los regalos y la fiesta, ni siquiera los deseados encuentros familiares, el último motivo y explicación de la paz y la especial alegría de estos días. La liturgia de la noche de Navidad nos da la verdadera clave de la alegre esperanza que los: “Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos hombres” (Tit, 2, 11). Cuidemos de que nada nos lo haga olvidar.
¡Feliz inicio de este santo tiempo de Adviento!
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