Queridos diocesanos:
Con la fiesta del Bautismo del Señor finaliza el tiempo litúrgico de la Navidad, para dejar paso al así llamado “tiempo ordinario”, un tiempo que discurre desde el lunes próximo hasta el miércoles de ceniza y desde el lunes después de Pentecostés hasta la vigilia del I Domingo de Adviento. Este tiempo abraza, pues, la mayor parte de las semanas del tiempo litúrgico.
El hecho de que a esos dos periodos del año, fuera de los tiempos fuerte de la Navidad o de Cuaresma-Pascua, se les denomine “tiempo ordinario” no significa que carezcan de importancia, o que se trate de un tiempo anodino, incoloro. Las normas universales sobre el año litúrgico señalan con acierto que: “además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan 33 o 34 domingos que lo integran, en los cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos”. El cristiano encuentra en las semanas del “tiempo ordinario” el momento para reflexionar, meditar y asimilar el inagotable contenido del misterio de Cristo y tratar de llevarlo a su vida diaria, de modo que toda ella quede como impregnada por dicho misterio y sus exigencias. Con razón se ha dicho que el espíritu del “tiempo ordinario” queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la Misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.
El “tiempo ordinario” que comienza ahora trae seguramente a la memoria de muchos la Exhortación Apostólica del Papa Francisco Alegraos y regocijaos, que tiene como subtítulo: Sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, y lleva fecha de la fiesta de San José de 2018. En ella el Papa hace un canto a la santidad “ordinaria”, la santidad de los días iguales, sin aparente relieve; la que hemos de vivir en las circunstancias más habituales y comunes; la que se pide a la inmensa mayoría de los mortales; la que no requiere cualidades o dones extraordinarios. Es la santidad que encarnan “los santos de la puerta de al lado”, como le gusta decir al Papa; una santidad que no tiene manifestaciones clamorosas que llaman la atención o que son objeto de la atención de los medios de comunicación. Es la santidad que viven no pocos cristianos, aquella que “el Espíritu Santo derrama por todas partes en el santo pueblo fiel de Dios” (Alegraos y regocijaos, 6); la de la fidelidad paciente, alegre y sacrificada, en el cumplimiento de los propios deberes. Es la santidad que está presente en “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En la “constancia para seguir día a día, dice el Papa, veo la santidad de la Iglesia militante” (ibídem, 7).
Esta santidad la vemos encarnada de manera ejemplar en la Sagrada Familia. En medio de lo extraordinario y único del Misterio todo discurre con sencillez, con la naturalidad de lo corriente, de lo ordinario, de lo común. Lo que da brillo extraordinario a esa vida aparentemente sin relieve alguno es que en ella se cumple acabadamente la voluntad de Dios. Con la Encarnación del Verbo, con la asunción de nuestra naturaleza, con su entrada en la historia en el seno de una familia, todo lo humano se ha hecho materia santificable, camino para el cielo, lugar de encuentro con Dios. Con esta vida santa que se desarrolla en la aceptación fiel de la voluntad de Dios contribuimos a crear una sociedad más justa y amable, y edificamos el Reino de Dios en este mundo. ¡Que el Señor nos conceda un feliz 2020!
