Queridos diocesanos:
El 13 de noviembre de 2016, al concluir el Año de la Misericordia, el Papa Francisco manifestó su deseo de celebrar cada año la Jornada Mundial de los Pobres coincidiendo con el domingo XXXIII del litúrgico “tiempo ordinario”.
Cuando los medios de comunicación ponen al descubierto la verdadera situación de naciones enteras, o de amplios sectores de la población en muchas partes del mundo, resulta incontestable el hecho de la existencia de millones -¡muchos!-, de personas que no gozan de los bienes mínimamente necesarios para llevar una existencia digna de un ser humano. No sé si en las así llamadas “sociedades del bienestar”, en las que los límites entre lo real y lo virtual tienden a difuminarse, alguien puede llegar a pensar que el mundo de la pobreza no es una realidad “real”. Podría ser inducido a ello por la gran cantidad de bienes de consumo de que gozamos en ellas. Le ocurriría algo parecido a lo que sucede a algunos que gozan de buena salud, y solo cuando están en un hospital caen en la cuenta de que la enfermedad afecta a muchas más personas de las que sospechaban.
Sabemos que nuestro mundo, y con frecuencia cada uno de sus pueblos, presenta dos caras bien diversas: la de aquellos que no carecen de nada y tienen satisfechas sus necesidades, y la de quienes carecen prácticamente de todo o casi. Dos mundos que conviven, pero que a veces se desconocen y cuya existencia ni siquiera imaginan. Las guerras y las frecuentes tragedias migratorias nos lo recuerdan, aunque no tardamos en olvidarlo apenas pasan los primeros sentimientos que despierta la desgracia ajena.
En esta sexta edición de la Jornada Mundial de los Pobres, que celebramos bajo el lema: “Jesucristo se hizo pobre por vosotros”, el Papa nos llama a vivir la solidaridad en medio de un mundo herido por la pobreza, la violencia y la guerra. Eleva su voz para invitarnos a compartir con los que apenas tienen nada. Es fácil auto-engañarse y darnos por satisfechos porque la pobreza despierta en nosotros indudables buenos sentimientos y deseos. Pero, más allá de estos, el Papa señala caminos eficaces para combatir la pobreza de tantos hermanos que sufren sus dolorosas heridas. Nos recuerda, sobre todo, algo que está en el corazón de la buena nueva del Evangelio: que Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Aquí radica, dice en su Mensaje para esta Jornada, la motivación más profunda de nuestra solidaridad con los más pobres y necesitados. Quien quiera ser verdaderamente su discípulo debe encarnar en su vida el ejemplo del Maestro. La existencia de pobres, marginados, “descartados”, somete a examen la autenticidad de nuestra condición de cristianos.
Frente al individualismo que genera indiferencia, olvido y despreocupación ante el mal ajeno -un mal que, se piensa, no me afecta, “no me toca”-, la conciencia más viva de ser parte de un todo, miembros de la familia humana, nos debe hacer comprender lo inhumano e irracional de las palabras con que Caín responde a Dios que le pregunta por la suerte de su hermano Abel: “¿soy yo, dice, el guardián de mi hermano?” (Gén 4,10). La respuesta del cristiano es que, en efecto, ¡lo somos; cada uno de los demás, de nuestro prójimo!
Hoy somos invitados a llevar un estilo de vida marcado por el sentido de comunión que nos hace conscientes de que el cuidado de los más pobres es una exigencia ineludible del amor a Dios; a conducir una existencia que sabe prescindir de tanta cosa innecesarias; a compartir lo que tenemos, sin considerarlo nunca como “exclusivamente nuestro”; a ver a los demás como hermanos, por más que en ocasiones no resulte fácil; a sentir como propios los males de los demás.
Es momento para reflexionar como individuos y como comunidad cristiana sobre las palabras del Señor Jesús: “Lo que hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).