Queridos diocesanos:
El programa de Televisión Española con el que el “ente” finalizó el año 2024 ha sido objeto de numerosas críticas. Se le ha reprochado con razón por lo zafio y lo burdo de alguno de los momentos del mismo, pero dichos calificativos no hacen justicia a la realidad, puesto que se trató, por encima de todo, de un grave ultraje a Dios al ridiculizar una imagen sagrada, hiriendo, además, profundamente a millones de ciudadanos cristianos. Sorprende y duele a partes casi iguales que en un medio público alguien se permita o se arrogue el derecho de ofender gravemente a millones de creyentes.
Este hecho, junto a otros no menos graves, nos hacen desear y esperar que no siga adelante la anunciada modificación o derogación penal del delito de odio contra los sentimientos religiosos. Las actitudes, los gestos y manifestaciones que suscitan odio a los sentimientos de individuos o grupos de personas, sea cual sea la modalidad que adopten, son siempre reprobables, lesivos de la dignidad de la persona, causa de división, generadoras de enfrentamientos, enemigos de la paz y de la amistad social: la importancia de los valores en juego y la trascendencia del ataque a los mismos no aconseja que se los descatalogue como delitos merecedores de una pena proporcional a su gravedad.
Se ha dicho, con razón, que la libertad de uno acaba donde comienza la libertad de los demás. La libertad ajena señala la frontera de la libertad propia. Más allá de esa línea se impone el respeto, un respeto que tiene sus exigencias. En sociedades donde las legislaciones de todo tipo acaban por tornarse insoportables y donde su conexión con el bien común es dudosa y, con frecuencia, más que discutible, es necesario subrayar la necesidad de “respetar” a los demás. Una sociedad “legalística” en la que la ley se convierte en el motivo principal de los comportamientos propios y ajenos, necesita de manera urgente inculcar en todos el sentido del “respeto” a la persona.
En relación con esto, vale la pena recordar que son las personas quienes, de tejas abajo, han de ser respetadas en primer lugar. Las ideas piden diálogo, pero pueden ser también objeto de desacuerdo, aprobación o refutación. En relación con ellas entra en juego la razón, la discusión siempre educada y civil, no tanto el respeto. Se respetan propiamente las personas; las ideas solo por la relación que guardan con ellas.
Son muy numerosas las verdades que son “separables” de las personas que las sostienen o las atacan. Otras, en cambio, tienen una estrecha vinculación con ellas. Que el punto de ebullición del agua sean los 100 grados o que la suma de los ángulos de un triángulo equivalga a 180 grados son “verdades” que podríamos llamar “impersonales”. Atacar o defender este tipo de verdades o de hipótesis impersonales ni nos ofende ni nos satisface, pues no nos “tocan” de cerca. Pero hay verdades, tales o supuestas, que tienen un vínculo estrecho con nosotros. En este grupo se encuentran las creencias, las verdades morales o los sentimientos religiosos. El desprecio, ridiculización, befa o burla de las mismas constituye un maltrato y ofensa a la persona que las profesa, y como tal se toman. El derecho que toda persona tiene a no ser ofendida, es un verdadero derecho; su lesión no es una simple falta de educación o una grosería. Dicho derecho se extiende además a sus creencias. Si una persona no debe ser objeto de maltrato físico o moral por o en su figura externa, tampoco debe serlo por o en su “figura” interna, es decir, por o en sus convicciones o sentimientos religiosos.
¡Feliz Domingo a todos!
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