Queridos diocesanos:
La semana pasada comenzamos nuestra reflexión sobre la Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre la dignidad de la persona humana, cuyo título reza: Dignitas infinita. La celebración del 75º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, emanada por la Asamblea de las Naciones Unidas, ha sido una buena ocasión para la publicación del Documento del citado Dicasterio de la Santa Sede. Pero su oportunidad es, de todos modos, indudable si, como afirmó San Juan Pablo II, vemos que: “Esta dignidad (de la persona) es conculcada, a nivel individual, cuando no son debidamente tenidos en cuenta alores como la libertad, el derecho a profesar la religión, la integridad física y síquica, el derecho a los bienes esenciales, a la vida. Es conculcada, a nivel social y político, cuando el hombre no puede ejercer su derecho de participación o es sujeto a injustas e ilegítimas coacciones o sometido a torturas físicas o psíquicas, etc.” (Discurso de 28 de enero de 1979).
Del tema se ha ocupado en numerosas ocasiones el Magisterio de la Iglesia; la más destacada tuvo lugar en el Concilio Vaticano, que dedicó un entero documento a tratar de esta cuestión: la Declaración Dignitatis Humanae. Pero los Papas lo han hecho antes y después del Vaticano II.
La Introducción de Dignitas infinita (nn. 1-9) recuerda y explicita los principios fundamentales de la Doctrina de la Iglesia sobre el tema. Sus primeras palabras son de extraordinaria claridad y son “pronunciadas” con una rotundidad que no admite dudas sobre su exacto significado: “Una dignidad infinita, dice, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre” (n. 1) (el subrayado es mío). Toda persona, pues, goza de una dignidad infinita; dignidad que posee “por ser lo que es”, por su condición de persona, sin que dicha dignidad se pierda o se vea nunca disminuida por ninguna circunstancia, estado o situación en que la persona pueda encontrarse. Esta afirmación fundamental se repite varias veces en la Declaración citando palabras del Papa Francisco
Se trata de un principio, de una verdad y convicción que la razón humana puede descubrir por sí misma; es capaz de llegar a ella “mediante la reflexión y el diálogo” (n. 1 y 6). La razón humana ha definido a la persona como una” sustancia individual de naturaleza racional”, un ser subsistente dotado de capacidad de entender y de elegir, de decidir, amar y desear. La Revelación divina, por su lado, “reafirma y confirma absolutamente esta dignidad”, y enseña que la razón última de la dignidad de cada persona radica en que “ha sido creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús” (n. 1).
La persona humana posee esa dignidad sencillamente por el hecho mismo de serlo; de ahí que esta dignidad de la persona se designe como ontólogica: Por ella toda persona tiene un valor infinito y único entre los demás seres de la tierra (cfr. n. 2), y en ella se “fundamenta su primacía sobre todos ellos” (n. 1). La dignidad propia de cada persona por el simple, pero decisivo, hecho de serlo es su dignidad fundamental, pues sobre ella se sostienen o apoyan todas las demás de que pueda gozar. Además de fundamental es una dignidad inalienable (cfr. nn. 1, 2), puesto que acompaña a la persona por ser tal y, por tanto, no se pierde nunca, por ningún motivo. Es, en fin, intangible (cfr. n. 3), ya que no se puede enajenar o trasferir a otro.