Queridos diocesanos:
Finalizan hoy los comentarios a la Carta Apostólica del Papa Francisco “Desiderio desideravi sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios” que he venido haciendo a lo largo de las últimas semanas. Han estado guiados -lo recuerdo con palabras del Papa Francisco-, por el deseo de “redescubrir la belleza de la verdad de la celebración cristiana”, convencido plenamente de que del éxito de este intento depende en buena medida la renovación de la Iglesia y el nuevo impulso evangelizador que debe animarla. Vale la pena repetir una vez más las palabras del Papa que revelan la importancia de la Liturgia en la vida y en la misión de la Iglesia: “La fe cristiana, o es un encuentro vivo con él (con el Resucitado), o no es” (n. 10). Pues bien “la Liturgia garantiza la posibilidad del encuentro” (n. 11).
Las celebraciones litúrgicas no son cargas pesadas que se han de soportar, ni imposiciones más o menos caprichosas de la Iglesia a sus fieles, ni ritos o ceremonias teatrales que sirven solo, si acaso, para excitar emociones o sentimientos positivos. Las celebraciones litúrgicas, la Eucaristía en un modo particular, hacen que la vida divina, la salvación de Dios realizada en el misterio pascual, nos alcance y nos transforme. Los sacramentos son signos eficaces, gestos y palabras que realizan lo que significan, y lo hacen porque es Dios mismo quien actúa en ellos gracias a la mediación del sacerdote. No son un invento de la Iglesia, una creación suya, algo humano por grande que sea; se trata de acciones humano-divinas, eficaces en sí mismas, cuyo poder salvífico se debe solo a que es el mismo Dios quien actúa en ellas. La fuerza salvadora de los sacramentos no depende del sacerdote que los administra, de sus cualidades, de sus virtudes o santidad; ni tampoco del esplendor del rito en que son celebrados –por más que sea deseable que se realicen con la mayor dignidad-. Eso da razón de las actitudes de respeto, los gestos y posturas que la Iglesia prescribe para los diversos momentos de las celebraciones.
Ya al final de su Carta Apostólica, el Papa nos invita a redescubrir el sentido del Año litúrgico y del Día del Señor, el Domingo. En el discurrir de ciclo anual, la Iglesia pone ante nuestros ojos los distintos misterios de la vida del Señor, para que, con su meditación y celebración, vayamos “sumergiendo nuestra vida en el misterio de su Pascua, mientras esperamos su vuelta” (n. 64). Así, nuestra vida se configura poco a poco con la de Nuestro Señor Jesucristo.
Una última palabra sobre el Domingo, día en que celebramos la Pascua del Señor, el acontecimiento de la salvación. El Domingo, dice el Papa, “antes de ser un precepto, es un regalo que Dios hace a su pueblo” (n. 65), pero un regalo sin el que, en circunstancias normales, el cristiano no puede vivir como tal. Es sabido que el día a día de la inmensa mayoría de los hombres está lleno de ocupaciones, y que el esperado descanso del domingo está amenazado por múltiples ocupaciones, en sí mismas buenas y quizás muy buenas, pero que pueden hacernos olvidar que es el día reservado al Señor y a las obras de caridad. La vida cristiana se desdibuja si nos falta ese momento de oración, de alabanza, de adoración, de escucha de la Palabra de Dios, de fraternidad, de alimentarnos con su Cuerpo y Sangre después de purificarnos de nuestros pecados, si fuera necesario, en el sacramento de la Penitencia. ¡Vivamos la Eucaristía dominical como un momento especial de gracia, de encuentro con el Señor y con los hermanos! ¡Cuidemos su digna y, en lo posible, solemne celebración, con la participación de todos los fieles en los momentos y en las acciones previstas! ¡Vivamos bien la liturgia!
