Queridos diocesanos:
La persona humana es una realidad muy singular en el mundo creado, realidad material y espiritual, cuerpo y alma, historia y eternidad. De ahí que su conocimiento no puede quedar solo en lo exterior, sino que pide entrar en su intimidad, conocernos “por dentro”. Una fotografía, un cuadro o una escultura no solo deben reflejar el aspecto exterior de la persona. Deben dar acceso a su interior, mostrar “su alma”. La calidad de la obra de arte depende, en buena medida, de su capacidad para visibilizar lo invisible.
Una persona es conocida “en profundidad” solo, cuando entramos en su interior y alcanzamos su corazón, su núcleo más íntimo, el último reducto donde reside, podríamos decir, la persona como tal; no este o aquel aspecto suyo, sino su mismo “yo”, su identidad. Como solo Dios es capaz de llegar hasta ese último reducto de la persona, solo El conoce verdaderamente, hasta el fondo, al ser humano: solo Él “sondea el corazón y las entrañas” (Sal 7, 10) y es, por eso, verdadero e infalible juez del ser humano.
A la luz de lo dicho se entiende bien que el Papa Francisco comience su reciente encíclica Deus dilexit nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Cristo hablando largamente del corazón, más en concreto, de “la importancia del corazón” (cap. 1, nn, 2-31, que ya para los griegos constituía el “centro anímico y espiritual” del ser humano. La Sagrada Escritura, por su parte, presenta el corazón como “el núcleo que está detrás de toda apariencia” (Dilexit nos, n. 4), al que se llega solo tras buscar debajo de la mucha hojarasca, de la apariencia que lo oculta y disimula.
No es fácil, afirma el Papa, llegar hasta él, donde encontramos la “propia verdad desnuda”. En este mismo sentido el corazón se define bella y certeramente como el “lugar de la sinceridad” (n. 5). Por eso, solo a ese nivel descubrimos lo que somos realmente, lo que buscamos, el sentido que tiene la propia vida, nuestras elecciones y acciones, lo que uno quiere ser y lo que es delante de Dios (cfr. n.8). “Se podría decir que, en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual” (n. 14). En última instancia, solo el corazón nos define como personas.
De ahí la necesidad de “volver al corazón” para que la vida humana sea auténtica y lo sean también las relaciones entre las personas, los grupos y los pueblos. “Volver al corazón” a lo esencial, a lo más propiamente humano, para superar la dispersión, la división, el atolondramiento, el autoengaño, y dar unidad y sentido a todo lo que hacemos. “Volver al corazón”, dice el Papa, para dar a cada “componente” humano: corazón (afectos, sentimientos, etc.), razón, voluntad, y libertad, su verdadero lugar en la persona. De lo contrario, esta y las relaciones sociales se distorsionan y adulteran. En la estructura personal cada “componente” es importante en sí mismo y lo es, además, porque ejerce un notable influjo en los demás. El desorden en la estructura de la persona da lugar a racionalismos, voluntarismos, emotivismos o liberalismos perniciosos para ella y para la sociedad.
De otro lado, desde el corazón se hacen posibles la comunión, los vínculos y las relaciones auténticas y duradera con los demás y con Dios mismo. El corazón, el amor permite que los demás habiten en nosotros, sean nuestros huéspedes (cfr. n. 17). Nos permite reconocernos como prójimos.
Se muestra así, con nueva luz, la importancia de la conversión del corazón, “centro íntimo de la persona”, capaz de unificar la existencia humana como don a Dios y al prójimo, camino para que el mundo pueda cambiar. Como hace el Papa al final de este capítulo, pidamos al Señor “que derrame los tesoros de su luz y de su amor, para que nuestro mundo (…) pueda recuperar lo más importante y necesario: el corazón” (n. 31).
¡Feliz domingo a todos!