Carta semanal del Sr. Obispo: Todos los hombres son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad

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Queridos diocesanos:

Con mayor frecuencia de la que merece en razón de su (total) falta de razón y de argumentos reales que sostengan la idea, se afirma que la Iglesia trata de “imponer” a los demás su forma de ver la vida, su moral, las normas o leyes que deben observar los fieles católicos en su comportamiento. Quien así dice, entiende, sin duda, que esa pretendida intención es indebida y que lesiona el espíritu de tolerancia y de libertad que debe regir todas las relaciones humanas. Tratar de “imponer” un modo de pensar a los demás encierra siempre un grado mayor o menor de coacción, de violencia, ambas injustificables. De darse, en efecto, esa voluntad e intento de “imposición” por parte de la Iglesia, la crítica estaría justificada, al tratarse de la violación de un derecho fundamental de la persona. Lo que ocurre es que no existe esa voluntad coactiva en la Iglesia, que solo pide libertad para anunciar el Evangelio y libertad para acogerlo.

Llama, y no poco, la atención que mientras se acusa a la Iglesia de una voluntad, inexistente, de imponer a los demás su fe y su moral, se pasan por alto no ya intentos de coacción intelectual sino verdaderos ataques a derechos fundamentales de la persona como los de la libertad religiosa, de conciencia y de pensamiento. Bastaría examinar, por ejemplo, algunos libros de texto para percatarse en seguida de que instilan en los más jóvenes, insensible y subrepticiamente, valores y visiones de Dios, del mundo y de la sociedad no pedidas ni compartidas. De modo similar se “obliga” a veces a algunas personas a una “reeducación” sexual, por ejemplo, que vulnera los derechos fundamentales de conciencia y de pensamiento, que están en la base de los estados de la Unión Europea y que han sido proclamados también, repetidamente, por la Iglesia.

En efecto, con el final de la segunda guerra mundial se generalizó el deseo de hacer todo lo posible para que una conflagración tan devastadora no pudiera tener lugar nunca más en la vieja Europa. Se pensó entonces que una buena herramienta para hacer realidad ese deseo sería fomentar los intereses económicos comunes y recíprocos entre las diversas naciones. Se firmaron convenios y surgieron instituciones con esa finalidad, pero pronto se advirtió que se necesitaba algo más. Deberían existir tratados o convenios que asegurasen o al menos protegiesen más los derechos humanos y las libertades fundamentales. Así en el Tratado de Ámsterdam de 1997 quedó ratificado que los “principios de libertad, democracia, respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho son principios comunes a las Estados miembros” de la Unión Europea.

Por su lado, el Concilio Vaticano II en la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa afirma que todos los hombres son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad y tienen, además, la obligación de buscarla, adherirse a ella, y de acomodar su vida a sus exigencias. Pero observa a continuación que: “los hombres no pueden satisfacer esa obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica y de inmunidad de coacción externa” (n. 4). Este derecho fundamental a la libertad religiosa se extiende también, como lógica consecuencia, a la libertad de conciencia y de pensamiento. Una y otra se fundamentan en la dignidad que tiene todo hombre o mujer por ser personas, dotadas de razón y de voluntad libre. Toda coacción o violencia a la razón o a la voluntad de la persona hiere gravemente su dignidad.

Imponer, pues, una visión del hombre y de la sociedad, así como coaccionar la conciencia de las personas para que actúen en contra de la misma, u obligar a una suerte de “reeducación estatal” en temas religiosos o morales de acuerdo con la ideología del partido en el poder, lesiona gravemente la dignidad y el respeto que se debe a toda persona.

¡Feliz domingo a todos!

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