Queridos diocesanos:
Este domingo se celebra el “día de la madre”. Otros “días” a lo largo del año son dedicados a causas distintas, en general problemas, enfermedades, situaciones, etc., que interesan a muchos, cuando no a todos sin distinción. A menudo presentan un cierto sabor reivindicativo, en otras ocasiones pretenden llamar la atención y evitar que un determinado problema pierda “presencia” en la conciencia y vida sociales, a veces, poseen el carácter de simple recordatorio de una efemérides, de un personaje o de una gesta, y no faltan los “días” con un marcado y preponderante interés económico.
El “día de la madre” es, de todos los “días” del año, el que reviste con mayor propiedad la nota del agradecimiento que quiere ser reconocimiento, homenaje, tributo de cariño, profesión de amor sincero, humilde acto de restitución de lo mucho, muchísimo recibido de quienes nos han dado el ser.
Seguramente no hay nombre más entrañable, ni palabra más sentida, ni persona más fiable, ni figura más presente en la vida de cada persona que la de la propia madre. Está presente en nuestras vidas; más, esta imborrablemente presente “en nuestro mismo ser”. Es la primera palabra que se aprende, la última que se pronuncia y la única que no se olvida nunca, aunque la enfermedad limite nuestras capacidades hasta hacerlas casi desaparecer. Su muerte se lleva consigo buena parte de nuestro mundo personal, dejando un hueco insustituible.
Celebremos, pues, y rindamos homenaje a nuestras madres, sea que estén ya en el cielo junto a Dios, sea que gocemos todavía de su presencia en este mundo. Que no falten en este día la oración, el recuerdo o el detalle agradecido, en el que se materialice y se haga visible el amor de hijo.
Gracias a Dios, en los últimos decenios ha ido ganando enteros la convicción plena de que la mujer tiene la misma dignidad que el varón, que son iguales los derechos que de ella dimanan; que no le es inferior, aunque sea distinta; que debe gozar de la posibilidad de desarrollar plenamente sus cualidades personales; que su trabajo tiene, al menos, el mismo valor que el de los varones; que debe tener acceso a todas las profesiones y tareas, sin renunciar a su carisma propio, sin imitar a los hombres, impregnándolo todo de las peculiaridades que la enriquecen, le permiten “realizarse” como tal, y constituyen una aportación irreemplazable al bien de la familia y de la sociedad.
En el “día de la madre” no es inútil recordar que ningún otro título mueve más al amor; ninguna dignidad pide más alto respeto y veneración; ninguna profesión es causa de superior “orgullo”; ninguna cualidad personal obtiene mayor reconocimiento y ningún sentimiento es comparable al que despierta esta breve invocación: ¡madre! Se ha llamado con razón la atención sobre la importancia que tiene el hecho de que las primeras experiencias del mundo exterior sean de algo amistoso y favorable, de manera que den lugar a la “confianza originaria” de que hablan los psicólogos, que es “lo más importante, dicen, que la educación tiene que hacer”. ¡Cómo contribuye a forjarla el hecho de que sea el rostro amoroso de una madre la primera realidad independiente que el niño encuentra!
Estas consideraciones a propósito del “día de la madre” me traen a la memoria las palabras entusiastas y felices de aquella buena mujer del pueblo que, admirada de la enseñanza del Maestro, alzó su voz diciendo: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron” (Lc 11, 27). ¡Cómo no recordar también las palabras de Jesús en la Cruz! En su entrega plena y total al Padre por nosotros los hombres, no dudó en darnos lo último y más valioso que poseía: nos regaló a su madre haciéndola madre nuestra. “Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27).
Mi más cordial felicitación en este día para todas nuestras buenas madres. ¡Que Dios os bendiga! Y preparémonos para vivir el Mes de María, madre de todos los hombres.