Los últimos números del capítulo VIII de la Exhortación Apost. Posts. del Papa Francisco La alegría del amor se ocupan, en buena parte, de las relaciones que median entre la norma moral y las situaciones irregulares concretas de algunos “matrimonios”. Si, de una parte, hay que proclamar con claridad el Evangelio del matrimonio y de la familia, de otra es preciso tener en cuenta la variedad y complejidad de las situaciones en que pueden encontrarse las parejas.
De ahí que el Papa insista repetidamente, de una parte, en que la Iglesia no puede “renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza” (Amoris laetitia, 307, 308) ni “disminuir el valor del ideal evangélico” (ibídem, 308), cuidando “la integridad de la enseñanza moral” (ibídem, 311); y, a la vez, insista con vigor en que “siempre se debe poner especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y centrales del Evangelio, particularmente el primado de la caridad, como respuesta a la iniciativa gratuita del amor de Dios (ibídem, 308), recordando que “hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día”, dando lugar a “la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible” (308).
Cuidadoso discernimiento de las situaciones en su singularidad y complejidad para descubrir lo que “obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer” y, al mismo tiempo, anuncio de la verdad integra sobre el matrimonio y familia, de manera que en el discernimiento no se prescinda nunca “de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia” (ibídem, 300).
El discernimiento debe, pues, tener en cuenta la verdad de que las relaciones sexuales con alguien que no es el propio marido o mujer, constituyen objetivamente un pecado y quedan, por lo mismo, fuera del ideal cristiano del matrimonio; es más, caen fuera de la idea misma de matrimonio natural. Dichos actos, en efecto, representan lo específico y propio del matrimonio. Son parte relevante de la entrega plena, total de los esposos. El matrimonio, lo que Dios conoce y quiere como matrimonio, no es otra cosa que esa entre mutua y total, el pacto o la alianza de amor entre un hombre y una mujer, que una vez sellada es indisoluble y está abierta a la vida.
Nadie que no sea el esposo tiene derecho al cuerpo de la mujer y nadie que no sea la esposa lo tiene sobre el cuerpo del esposo. Ese derecho, que brota de la esencia misma del matrimonio, del amor pleno y total entre los esposos y que hace de ellos “una sola carne”, los acompaña de por vida. La “comunión corporal” es propia y específica del matrimonio. Marido y mujer pueden con toda razón afirmar que son carne de la propia carne. La mujer es carne del marido y este de la mujer. «En el sacramento del matrimonio, como dice el Papa, los ministros son el marido y la mujer que se casan, quienes al manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea reciben un gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los instrumentos de la acción divina que los hace una sola carne» (ibídem, 75).
Las relaciones sexuales quedan así reservadas al ámbito del matrimonio. El devenir una sola carne solo puede acontecer legítimamente entre esposo y esposa. Son los actos propios del matrimonio. Toda relación sexual con quien no es el propio esposo o esposa es radicalmente injusta, vulnera un derecho esencial, va contra el corazón mismo del matrimonio.
Por eso, si la pastoral de la Iglesia admite, en algunos casos y por razones suficientemente serias, la convivencia entre un hombre y una mujer que no forman matrimonio, lo hace con la condición de que queden excluidas de éste las relaciones propiamente “matrimoniales”, las relaciones sexuales. Esta es la praxis de la Iglesia y se entiende bien el porqué: hacerse una sola carne es propio y exclusivo del matrimonio, de la entrega mutua y plena de un hombre y una mujer que, como dice bellamente el Ariosto en Orlando furioso, les permite decirse el uno al otro: “a ti me entrego, tú gástame como quieras” (Canto undécimo, estrofa 8ª) Fuera del matrimonio las relaciones “matrimoniales” quedan falseadas.