Al comentar la pasada semana el último capítulo de la Exhortación La alegría del amor, subrayábamos la doctrina del Papa sobre la espiritualidad matrimonial y familiar, una espiritualidad que se articula en torno a un eje fundamental: la clara conciencia de que matrimonio y familia constituyen un verdadero camino cristiano de santidad. Nos deteníamos también, brevemente, en la raíz o fuente de esa espiritualidad: la presencia del amor de Dios en el amor de los esposos.
Hoy quiero destacar los trazos fundamentales de dicha espiritualidad, tal como los presenta el documento del Papa. En primer lugar es preciso recordar, como se acaba de decir, que la presencia del Señor debe habitar el matrimonio y la familia. Por eso Francisco caracteriza la espiritualidad familiar como “espiritualidad del amor” (n. 315). Por eso también la primera nota de la misma es la comunión con Cristo, el abrazo con Él; comunión y abrazo tanto con el Cristo que muere en Cruz como con el Cristo resucitado y glorioso. Unión pues con Cristo en los días difíciles y amargos, que permite el crecimiento del amor mutuo y “transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrende de amor”, y unión con Cristo resucitado que lleva a vivir los aspectos gozosos de la vida matrimonial y familiar como “participación en la vida plena de la Resurrección” (n. 317).
Otro de los rasgos de la espiritualidad de comunión con Cristo es la oración en familia, esos minutos que es necesario encontrar a lo largo del día para, como dice bellamente el Papa, “estar unidos ante el Señor vivo” y decirle las cosas que preocupan , exponerle las necesidades familiares, pedirle ayuda para ama, darle gracias. Las manifestaciones de la piedad popular pueden facilitar el encuentro de la familia en la oración. Esta oración, es oportuno subrayarlo, alcanza su culminación en la participación común en la Eucaristía dominical (cf. 318), verdadera fiesta de la familia vivida en el Señor. La Eucaristía es el sacramento que sella la alianza, la comunión vital, de Dios con su pueblo; en él, “los esposos pueden volver siempre a sellar la alianza que los ha unido” (ibídem). La Eucaristía dominical, vivida en la fe, fortalece la comunión esponsal y familiar, y representa un verdadero antídoto contra eventuales rupturas.
Un nuevo trazo de la espiritualidad matrimonial y familiar consiste en la firme decisión de gastar la vida juntos, como consecuencia de la convicción de la plena y toral pertenencia mutua de los esposos. De algún modo, lo mismo que son una sola carne, ellos viven también una sola y misma vida, con-viven en el sentido más fuerte de la palabra. Así, dice el Papa, “cada cónyuge es para el otro signo e instrumento de la cercanía del Señor que no nos deja solos” .
Al mismo tiempo, la espiritualidad matrimonial así vivida lleva a descubrir con cada vez mayor claridad que uno no es dueño del otro, que uno y otro tienen un único y soberano Señor y que, por tanto, van respetados delicadamente la intimidad personal, el ámbito de libertad propio de cada persona, el espacio que cada uno reserva a Dios. También por eso, cada uno de los esposos no pueden esperar del otro “lo que solo es propio del amor de Dios” (n. 320).
Los últimos números de la Exhortación están dedicados a otros rasgos de la espiritualidad matrimonial y familiar, llamada a ser una espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo”. La familia debe ser, en efecto, como dice el Papa, lugar de acogida, “el hospital más cercano” (n. 321), donde encontramos los cuidados y el alivio necesarios en cada momento; el lugar en que se da a cada persona toda la atención que merece, pues “posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre” (n. 323); es el lugar en el que se ayuda a crecer en las muchas cosas buenas que Dios ha sembrado en los demás (n. 322).