Dentro de muy pocos días dará inicio el mes de noviembre con la gozosa celebración de la solemnidad de Todos los Santos. En ella la Iglesia se alegra con la inmensa multitud de hombres y mujeres que ya han sido coronados con la corona de la gloria después de haber conservado la fe durante el largo o breve recorrido de sus vidas. La formidable riqueza de santidad de la Iglesia celeste se revela en toda su belleza en esta fiesta, poniendo de manifiesto que la santidad no es algo reservado a algunas personas privilegiadas por su ciencia, salud, poder, estado o condición. Todos estamos llamados a la plenitud de la vida cristiana; las cumbres de la santidad no son algo accesible a unos pocos; disponemos de los medios capaces de hacernos llegar a las metas más altas de la vida cristiana. La fiesta de Todos los Santos lo pone de manifiesto de manera que no deja lugar a dudas. La extraordinaria variedad de los santos que habitan el cielo nos habla de que todos podemos alcanzar el premio eterno; como la santidad, no está reservado a una particular clase de hombres o mujeres. El Señor lo destina para todos aquellos, conocidos o ignorados, que se han mantenido fieles a su Señor. “Entra en el gozo de tu Señor”, les dice, invitándolos a sentarse a la mesa de su Reino. Es la Iglesia de los bienaventurados.
Pero la Iglesia recuerda también en este mes de noviembre a aquellos hijos suyos que, aun habiendo muerto en la paz del Señor, no gozan todavía de la eterna felicidad. Necesitan ser purificados antes de poder acceder a la sala del banquete celestial y gozar de la visión del rostro de Dios. Pero la Iglesia nos enseña que no hay lugar para la penitencia después de la muerte: “No hay arrepentimiento para ellos (los ángeles) después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte” (San Juan Damasceno). Por eso, la Iglesia acude en ayuda de los difuntos y, a lo largo de este mes de noviembre, como buena Madre, reza de manera especial por ellos. Es una manifestación de la comunión que existe entre los fieles cristianos en las diversas situaciones en que se encuentran: tierra, cielo o purgatorio.
Rezar por los difuntos es una obra de misericordia, una de esas “acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2447). Los difuntos necesitan de nuestra ayuda, de nuestras oraciones. Rezar por ellos es una muestra de caridad, superior a cualquiera otra. Podemos, en efecto, recordarles con afecto entrañable; podemos llorarlos como a un bien de cuya presencia ya no nos es posible gozar; podemos honrar su memoria; podemos mostrarles afecto con nuestras visitas al cementerio, adornando sus tumbas con luces y flores, pero sólo la oración les es de verdadero provecho, sólo ella les puede alcanzar de Dios Nuestro Señor que se abrevie el “tiempo” de la purificación y de la espera.
Es bueno, por eso, avivar en este tiempo la convicción del bien que podemos hacer a nuestros difuntos con nuestra oración. El dolor de la pérdida de nuestros seres queridos debe ir acompañado por nuestra oración y nuestros sufragios. Entre estos, destaca por su singular valor la Santa Misa. Es una noble tradición del pueblo cristiano hacer que se ofrezcan muchas Misas por los fieles difuntos, especialmente en los sucesivos aniversarios de su muerte. No dejemos que se pierda esta obra de caridad o que disminuya su aprecio en el corazón de los cristianos. También la costumbre de ganar indulgencias tanto plenarias como parciales, y aplicarlas, a modo de sufragio, por los difuntos es una manifestación de nuestra fe en la resurrección y una muestra de caridad con nuestros difuntos.