El anuncio de días pasados del acuerdo entre las distintas fuerzas políticas para llegar a un gran pacto educativo ha sido saludado como un logro sin precedentes. La necesidad de dicho pacto es una convicción sentida en todos los sectores del arco parlamentario. No cabe, por ello, sino desear que la positiva declaración de intenciones cristalice efectivamente en iniciativas encaminadas a lograr el deseado pacto que haga frente a los problemas que afligen, podríamos decir, a nuestro sistema educativo.
El asunto es, indudablemente, del mayor interés. Para probarlo, bastaría recordar las palabras con que inicia uno de los documentos del Concilio Vaticano II, la Declaración sobre la Educación Cristiana. Allí podemos leer: “El santo Concilio ecuménico considera atentamente la grandísima importancia de la educación en la vida de los hombres y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo” (Concilio Vaticano II, Gravissimum educationis, 1). No es una afirmación aislada en los documentos magisteriales. Todos los Pontífices se han ocupado ampliamente de este tema a lo largo del siglo pasado y en lo que llevamos del presente.
Entre los diversos medios de educación destaca la escuela. La Iglesia fija su atención en ella y expone con claridad el papel o la función que le corresponde como instancia educativa. El último Concilio ecuménico describe con riqueza de detalle cuál es la misión de la escuela: “a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad de recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara para la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la comprensión mutua; constituye además como un centro de cuya laboriosidad y de cuyos beneficios deben participar juntamente las familias, los maestros, las diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, así como la sociedad civil y toda la comunidad humana” (ibidem, 5). Se podría decir que estas palabras constituyen un buen desarrollo de lo que la Constitución Española en su artículo 27 entiende como objeto de la educación, a saber: “el pleno desarrollo de la personalidad humana”.
Si se tiene en cuenta la amplitud y la hondura del servicio que la escuela está llamada a desarrollar, no es de extrañar que merezca y requiera la atención de todos: familias, legisladores, asociaciones, confesiones religiosas, etc. De manera muy particular la escuela reclama la atención de los padres, a quienes corresponde el primer derecho y obligación en lo que se refiere a la educación de los hijos. Cuando se trata de la educación de éstos, los padres tienen una palabra que no puede estar ausente ni ser desoída. Por otro lado, los padres, no pueden desentenderse de lo que atañe a la educación de sus hijos. Se juegan demasiado en ella.
Un pacto escolar que no contemplara la presencia de los padres, que no contara con su voz, que olvidara que son los primeros responsables de la educación de los hijos, nacería con una grave carencia. El papel de otras instancias, el del Estado, por ejemplo, es subsidiario al de los padres. En cuanto a la formación religiosa y moral, la misma Constitución Española encarga a los poderes públicos la tarea de garantizar a los padres el derecho a que sus hijos la reciban de acuerdo con sus propias convicciones. Quizás valga la pena hacer notar que la formación religiosa y moral no tiene solo lugar en las clases de religión. Los padres tienen el derecho de que en ninguna disciplina escolar se enseñe algo que contradiga la formación religiosa y moral que desean para sus hijos. ¿Es necesario poner ejemplos? Un derecho que los padres pueden, deben, exigir en cumplimiento de las más alta norma de nuestro ordenamiento legal. No conviene hacer dejación de los propios derechos. Puede tener consecuencias no deseadas.