Queridos diocesanos:
Este año se cumple el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones que, promovida por la Obra Pontifica de la Propagación de la Fe, fue aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Cada año la celebración el Domund nos recuerda la intención que, desde el inicio, preside esta Jornada: auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. A eso van dirigidas nuestras oraciones en este día, y ese es también el destino de nuestras ofertas económicas.
Todos, personas, familias, pueblos y naciones tenemos una cierta inclinación a encerrarnos en nosotros mismos, a centrarnos en “nuestro” mundo, en nuestros problemas, grandes o pequeños; tendemos a agigantar todo lo que tiene que ver con nosotros y a restar importancia a cuanto ocurre más allá de nuestras “fronteras” de grupo; buscamos, como por instinto, refugio en nuestro limitado entorno, donde nos parece más fácil encontrar protección y refugio.
Por eso, necesitamos absolutamente salir, al menos de vez en cuando, de nuestro pequeño mundo, ampliar la mirada, darnos un más amplio respiro, para no ahogarnos en la atmósfera cerrada, viciada, de nuestros egoísmos. También tenemos necesidad de ello en nuestra vida como cristianos y como Iglesia. El Domund representa una bocanada de aire puro que nos llega desde los confines del mundo, al menos desde los de “nuestro” mundo. Los misioneros que suelen visitar nuestras parroquias y comunidades en estos días nos ayudan a poner las “luces largas” en nuestras vidas, nos abren horizontes, nos hablan de situaciones bien diferentes de aquellas a las que estamos acostumbrados; y nos lo cuentan no desde afuera; no se limitan a informar como cronistas imparciales; sus relatos son experiencias; son relatos vividos, desde dentro, por alguien que tiene las manos metidas en la masa, que está implicado hasta el fondo. Nos hablan de un mundo que no es el nuestro, aunque, a la vez, lo sea. Nos ayudan a interesarnos por ese mundo, a no tener miedo de abrir los ojos para contemplar realidades a veces dramáticas, nos empujan a salir de la indiferencia. ¡Tenemos necesidad de ellos, de verlos, de escucharlos!
Ellos, a su vez, ¡tienen necesidad de nosotros! Nuestros hermanos misioneros no son aventureros curiosos, amigos de experiencias nuevas, deseosos de conocer otras realidades por el placer de conocer mundos distintos. Les mueve solamente el amor a Dios y el deseo de servir, de entregar sus vidas a los demás. Ellos tienen necesidad de nuestro calor, de nuestra atención, de nuestro afecto, de la oración que hacemos por ellos, de nuestra colaboración, pequeña o grande que sea. No pueden, no deben sentirse solos, incomprendidos, extraños en medio de nosotros. Son la larga mano de una Iglesia que no se cierra en sí misma, que quiere seguir anunciando a Cristo a quienes todavía no lo conocen, porque estos tienen también “el derecho a recibir el mensaje de salvación”.
Nuestras misioneras y misioneros anuncian la Buena Nueva de Jesús con su palabra y con sus vidas. Llevan adelante, además, una formidable tarea en favor del progreso temporal y del desarrollo de personas y de pueblos: son innumerables las obras de enseñanza, de atención sanitaria, de promoción de nuevas técnicas de cultivo…, que surgen por su iniciativa; tratan, en una palabra, de crear las condiciones que permitan a muchos vivir una vida más acorde con la dignidad de personas humanas y de hijos de Dios. Son los hombres y mujeres de una Iglesia misionera que es testigo de la misericordia de Dios. ¡Seamos generosos con quienes tanto nos dan! ¡Sintámonos orgullosos de ellos!