Queridos hermanos:
1) Cuando nos cercamos al final del año litúrgico, la Iglesia nos invita a reflexionar sobre los últimos tiempos, los días finales. Es cierto que Jesús habla en el Evangelio de hoy de la destrucción del templo de Jerusalén, de la ruina de aquello que dicho lugar simbolizaba para el antiguo Israel, pues la antigua alianza es sustituida por la nueva, el antiguo Israel por el nuevo pueblo de Dios, la tierra prometida a Abrahán por los cielos nuevos y la tierra nueva en la que nos introduce el Nuevo Moisés, Jesucristo.
La destrucción del templo de Jerusalén es como una imagen de lo que ocurrirá con todas las realidades de este mundo: llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra. San Pablo recuerda en su primera Carta a los de Corinto que “el momento es apremiante (…), porque la representación de este mundo se termina” (7, 29-31), pasa la figura de todo lo que vemos. Todo será renovado. La sabiduría cristiana enseña que pues las cosas del mundo son caducas, hemos de servirnos de ellas y no servirlas a ellas. Quien se sirve de algo, quien usa de algo, sabe que su valor depende del servicio que presta. Tiene un cierto valor en sí mismo, pero en realidad vale en cuanto que sirve de verdad para el fin que pretendemos. Las cosas de este mundo fueron creadas por Dios y puestas al servicio del hombre. Tienen un valor relativo y sería un error claro de perspectiva convertirlas en ídolos a los que se sirve y adora. Nada en este mundo tiene esa condición. De ahí que la fe cristiana nos enseña a no sobrevalorarlas como si fueran los bienes por excelencia del hombre. La Iglesia nos invita, por ello, al desprendimiento, que es libertad frente a los bienes de la tierra. Si es natural que nos traigan puesto que de bienes se trata, en modo alguno pueden sojuzgarnos, esclavizarnos. Lo hacen cuando los valoramos demasiado y olvidamos su condición de medios.
El Evangelio nos recuerda también que no faltarán contradicciones en nuestra vida. Si queremos ser discípulos de Jesús, seguir sus pasos, nuestra suerte no será diferente a la suya. Sufriremos, por tanto, persecución. Ya hay lugares en que se quiere perseguir por ley a quien proponga la fe y la moral cristianas. Es decir, se anuncia persecución legal por el simple hecho de ser cristiano y de enseñar y proponer la verdad cristiana. Pero quienes así hacen, ignoran que la persecución ha proporcionado siempre a los cristianos la ocasión para dar testimonio de su fe. Lo dicen con sencillez los hechos de los Apóstoles: “Se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén (…) Los que habían sido dispersados iban de un lugar a otro anunciando la Buena Nueva” (8, 1-4).
2) En este domingo celebramos el día de la Iglesia diocesana. Lo hacemos bajo el lema: Somos una gran familia. Como ya he dicho en mi Carta semanal que publican los medios, usando las palabras de un conocido equipo inglés de fútbol, los cristianos “no caminamos solos”, sino que lo hacemos como miembros de un Cuerpo, de un Pueblo, al que todos pertenecemos: laicos, religiosos y sacerdotes. Caminamos hacia la patria futura en el seno de la Iglesia, en la estrecha compañía de todos los cristianos, sea que seamos todavía peregrinos en este mundo sea que hayan alcanzado ya la meta en el cielo o se purifiquen en el Purgatorio. Nadie puede ser cristiano sin referencia a la gran Iglesia, la Iglesia universal; y sin relación con la Iglesia particular, con la diócesis. Si cualquier tipo de individualismo es ajeno y aun contrario a nuestra condición de personas, con mayor razón lo es si se considera que, por definición, el cristiano es alguien que por el Bautismo queda injertado en la vid que es Cristo y de la que reciben vida igualmente todos los demás bautizados. Formamos parte de la gran familia humana y de la gran familia de los Hijos de Dios, la Iglesia. Una Iglesia que se hace presente y actúa en cada una de las iglesias particulares.
Sintámonos hoy particularmente cercanos a quienes profesan nuestra misma fe, a quienes se sientan a nuestro lado en la casa común y participan de la misma Mesa. Pidamos al Espíritu Santo, que hace que todos en la Iglesia seamos un solo corazón y una sola alma, que experimentamos la alegría de la fraternidad: hijos del mismo Padre y hermanos en Cristo Jesús, Señor Nuestro. Opongámonos con todas nuestras fuerzas a toda traza de división, de riña, rencilla, discordia, celo y envidia, odio o indiferencia.
3) Nos hemos reunido esa tarde en la Iglesia catedral, primer templo de nuestra diócesis de Cuenca, para celebrar el final del Año de la Misericordia que iniciamos con la fiesta la Inmaculada del año pasado. Estoy seguro de que ha sido un auténtico Año de gracia para todos. A lo largo de estos meses la Iglesia ha puesto en el centro de la atención de todos los fieles el rostro misericordioso de Dios. Todos hemos podido comprender con mayor hondura que Dios es misericordia, sobre todo misericordia; que Dios es amor, como nos recuerda constantemente San Juan en su primera Carta (4, 8), amor omnipotente y misericordioso, que alcanza y desea abrazar a todos. Agradecemos hoy a Dios nuestro Señor sus ojos de misericordia que de nadie se apartan, su corazón indefectiblemente paterno y materno que se apiada de toda miseria, sus largos brazos amigos que abarcan a la humanidad toda, sus palabras, tiernas y cálidas, que a todos dirige como dardos encendidos de su amor.
En estos meses se ha ido grabando seguramente con mayor fuerza en nuestras almas la idea de que como cristianos, miembros de la familia de Dios, hemos de ser misericordiosos como el Padre; que ese rasgo definitorio de Dios, debe ser también nuestra señal de identidad, lo que nos caracterice y distinga. ¡Hombres y mujeres misericordiosos!, benévolos, cordiales, cercanos, interesados, sensibles, generosos, abiertos, magnánimos. Y hemos recordado que, para no quedarnos en buenos sentimientos, nobles pero insuficientes, esa misericordia ha de hacerse carne y sangre en las obras de misericordia, espirituales y corporales, de las que todos tenemos tanta necesidad, aunque requieran especialmente de ella los que llamamos necesitados, por su mayor carencia de bienes materiales y espirituales. Y hemos escuchado, una y otra vez, las palabras conmovidas del Papa Francisco con las que expresa su deseo de que “los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios” (Misericordiae vultus, 5).
Pido a Dios Nuestro Señor y os ruego que os unáis a mi oración, para que sepamos hacer realidad el deseo del Santo Padre en nuestra Iglesia particular de Cuenca. Por eso, si es verdad que hoy termina el Año de la Misericordia en nuestra diócesis, este momento no debe ser un punto de llegada, sino el comienzo de otro caracterizado por la primacía de la misericordia en nuestras vidas cristianas y en la pastoral de toda la diócesis. Así haremos eco a las palabras de Papa Francisco: “No basta con adquirir experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que cualquiera que la recibe se convierta también en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada sólo para momentos particulares, sino que abraza toda nuestra experiencia cotidiana” (Audiencia general, 12.X. 2016). Que así sea.