Querido d. Ángel, Párroco de la Puebla, autoridades, Hermanos, fieles todos.
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios, palabra de vida porque la da y porque debe configurar, conformar, modelar nuestras vidas. La primera lectura del libro dela Sabiduría nos sitúa ante el designio de Dios para cada uno de nosotros y para la historia de los hombres. Los planes de Dios los conoce sólo él. Solo Dios tiene la clave de la historia, sólo Él sabe leer en ese libro. Y sólo Él conoce sus planes para cada uno. De todos modos, sabemos con certeza que la historia de los hombres es historia de salvación, lo mismo que la de cada uno de nosotros. Dios quiere que todos los hombres se salven. Ese es el horizonte de tu vida y esa es la verdad última de la historia humana. Todo, lo bueno y lo aparentemente malo, lo pone Dios al servicio d esa voluntad. Para los que aman a Dios todo coopera para el bien, como dice Pablo.
En la segunda lectura, hemos escuchado las palabras del Apóstol a uno de aquellos primeros cristianos, Filemón. Tenía un esclavo, Onésimo. Algo hizo mal para merecer la cárcel. Pero allí encontró a Pablo encarcelado y la prisión, un mal, terminó siendo un gran bien para él. En ella se convirtió a la fe cristiana por la predicación de Pablo. Y Onésimo le fue de gran ayuda a éste, anciano ya, prisionero, muy castigado por los sufrimientos padecidos por predicar el Evangelio de Jesús. Pablo intercede por el esclavo Onésimo ante su señor, recordando a éste que el antiguo esclavo es ahora su hermano en la fe en Cristo.
El evangelio nos pone ante los ojos algo de extrema importancia. A Jesús, que se encamina a Jerusalén para entregar allí su vida por amor a los hombres, le sigue una multitud. No quiere que se engañen, que se dejen llevar por el entusiasmo que suscitan sus palabras y milagros. Si queréis ser mis discípulos, si de verdad queréis seguirme, ser de los míos (si queremos ser cristianos), debéis posponer todo, aun lo más querido y sagrado para vosotros, cuando pueda ser un obstáculo para mi seguimiento. En arameo no existe una palabra equivalente a nuestro “preferir”, y Jesús usa palabras fuertes: odiar, preferir. Lo que quiere decir es que un discípulo de Jesús no puede poner nada delante de Jesús. Ya nos lo había dicho, Jesús, el Reino de Dios es un tesoro precioso o una perla de gran valor que una ha encontrado. Cuando la encuentra, encantado de la suerte que ha tenido, consciente del valor que posee, vende todo lo que tiene para adquirir el tesoro o la piedra preciosa. Cualquier persona prudente juzgará que ha hecho bien: ha comprado algo de infinito valor al precio de las pocas cosas que tiene, aunque para él sean muy valiosas. Eso nos dice el Señor. Más allá de que estés registrado, apuntado en unos libros, te conviertes en discípulo auténtico del Señor, eres de verdad un adorador de este Cristo santo de la Salud cuando lo prefieres a todo lo que tienes, cuando representa lo más valioso de tu vida, alguien que no está dispuesto a perder por nada de lo que tienes en este mundo. Somos cristianos no porque hacemos número, no porque nos manifestamos como tales en determinadas circunstancias, no porque realizamos determinados gestos o vivimos ciertas costumbres, sino porque tenemos fe en Jesús, es decir, porque estamos convencidos de que es el bien, el tesoro más grande que tenemos, y daríamos todo con tal de no perderlo. Queremos ser como Él.
Queridos hermanos, hace algunos meses recibí la amable invitación de vuestro párroco, D. Ángel, para celebrar la Sagrada Eucaristía y predicar en la clausura del Año Jubilar en honor del Ssmo. Cristo de la Salud, cuya imagen lleva 250 años recibiendo el cariño, las oraciones, el agradecimiento de La Puebla de Almoradiel y que este año que estáis festejando con particular devoción. La advocación es bellísima. ¡Cristo de la Salud!, Cristo manantial, fuente de salud, hontanar de la salud. Fuente de salvación, manantial de vida para el pueblo cristiano. Sí, Cristo, su pasión, muerte y resurrección hablan de vida, porque hablan de amor. La imagen del Ssmo. Cristo de la Salud trae a nuestra memoria las palabras el Papa Francisco con las que se inicia su Exhortación La alegría del Evangelio. ¿Recordáis? «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados el pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».
Queridos pueblanos, lleváis un siglo encontrándoos con Jesus, con el rostro dolorido, llagado y dulcísimo a la vez de este Santo Cristo. Hoy deseo preguntarte, para que te respondas en lo íntimo del corazón. ¿Te has encontrado con Él? ¿Te dejas salvar por Él? ¿Tienes el corazón lleno de alegría, tu vida está llena de alegría? ¿Has experimentado, has saboreado la liberación del pecado? ¿Has dejado que el Señor te llene de su paz y alegría? ¿Sientes rebullir en tu alma la alegría, la sientes renacer en tu interior, cuando miras, cuando te encuentras con esta imagen del Ssmo. Cristo de la salud? Viene a tu encuentro hoy, como salió al encuentro de tus padres y abuelos; viene con el infinito dolor de su rostro para hacer florecer en tu alma la alegría, para invitarte a seguirle y para requerir tu ayuda para hacer llegar a todos los puebleros la gracia, la amistad, la alegría y la felicidad. Esta es mi invitación: dejaos encontrar por Él; os busca, sale a vuestro encuentro, para haceros felices, porque solo quiere nuestra felicidad: la terrena y la eterna.
En el Ssmo. Cristo de la salud, salus nostra, nos sale al encuentro la misericordia de Dios. Nuestro Dios es amor. El amor lo define. No es otra cosa. Es solo amor. Y solo sabe amar. No sabe otra cosa. Es algo apasionante. Nos puede costar entenderlo; quizás no lleguemos a comprenderlo del todo; quizás en ocasiones nos revelamos ante la presencia del mal para el que no encontramos explicación. Pero el Ssmo. Cristo de la Salud nos dice que todo lo hace Dios por amor nuestro. ¡Todo! Nos acoge siempre materna y entrañablemente cuando nos encontramos necesitados; basta que reconozcamos la verdad de nuestra situación, de nuestras debilidades, errores, pecados e infidelidades. No te escondas a su mirada. No le encubras tu miseria. Déjate contemplar por Él, déjale que te mire: no pasará junto a ti insensible, distraído, indiferente. No apartará de ti su mirada aunque sean muchas tus heridas, aunque te encuentres maltrecho al borde del camino, como aquel que cayó en manos de ladrones mientras bajaba de Jerusalén a Jericó. El lavará tus heridas, verterá aceite sobre ellas, las vendará, te cargará sobre sus hombros con exquisito cuidado… Dejémonos amar por el Señor, permitamos que nos cure, no impidamos que nos dé su salud. Te recuerdo las palabras de Papa Francisco: «Dios se mezcla en nuestra miserias, se acerca a nuestras heridas y las cura con sus manos; y para tener manos se hizo hombre. Es un trabajo de Jesús, personal: un hombre cometió el pecado, un hombre viene a curarle». ¿No te das cuenta de que la peor ofensa que puedes hacer a una madre es rechazar su amor, su misericordia; rehusar el perdón que te ofrece sin pretender nada en cambio, sin buscar contrapartida? ¿No ves que Dios es sólo amor y solo busca tu bien? ¡No te busca para quitarte nada, te llama para enriquecerte con sus dones más allá de lo que puedes soñar!