Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes; saludo cordialmente a D. Pedro, párroco de Uclés, autoridades presentes, hermanos de la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias, a los llegados de otros pueblos con vuestro estándartes y sagradas imágenes; a todos los fieles ucleseños
El marco de nuestra celebración, en el que la historia se ha hecho piedra, la presencia de las imágenes objeto de la devoción de muchos pueblos, la afluencia de hijos de Uclés, el ambiente de fiesta, nos habla de que hoy es día grande en Uclés. Día grande porque celebramos la fiesta de Nuestra Señora de las Angustias, Patrona y Señora del lugar y día grande porque en él habéis querido coronarla.
La coronación de la Virgen es ante todo un acto de piedad, de devoción, virtud que regula las relaciones de los hijos con sus padres, con nuestra Madre en este caso concreto. Merecen elogió quienes honran a los suyos, a los padres, a la patria, a los amigos. Es un acto, a la vez, de afirmación de un pueblo que sabe a quién recurrir en los momentos de dificultad, a quién dirigirse para exponerle sus necesidades y deseos, de quién implorar cobijo y dónde encontrar refugio. Y es es un acto de reconocimiento, de gratitud, a la Virgen en su advocación de Nuestra Sra. de las Angustias por los favores recibidos. Quizás no haya ningún ucleseño que no guarde en su interior un motivo de agradecimiento a la Virgen por un favor del que es beneficiario.
Por todo ello habéis querido que sea coronada canónicamente la imagen de la Virgen de las Angustias; y porque es Madre de todos los hijos de Uclés, es, por eso mismo, fiesta de todos. Nadie hay que una más que una madre en su familia; nadie hay que iguale más, que tenga menos en cuenta las diferencias que el amor de una Madre: ningún hermano puede considerarse más hijo que los demás; a todos ama por igual. No digas a una madre que siente o que tiene preferencias por un hijo, que lo quiere más que a los demás. No tendrás arma más eficaz que esa para ofenderla. Por eso habéis venido todos. Al menos, esto sí que es seguro, ¡Ella está con todos!
Fiesta de coronación. Este gesto tiene un sentido bien preciso. La aceptáis como Señora vuestra, como vuestra reina. Leía días atrás una historia centrada en la segunda mitad el siglo XV inglés, en la caída de la casa Plantagenet. Me pareció particularmente bello el lema de un noble, que después fue rey, porque expresa una actitud grande del alma: “Lealtad obliga”, rezaba aquel lema. Debéis una particular lealtad a la Virgen con motivo de esta coronación. El noble de la historia hizo siempre honor al lema de su escudo de armas, por más que a veces, la lealtad hubiera de prevalecer sobre conveniencias, intereses a veces legítimos. Lealtad, fidelidad, constancia indomable al servicio de aquel a quien se juró lealtad. Lealtad se os pide hoy como consecuencia de vuestro acto. Desearía que fuera la lealtad de los buenos caballeros de siglos pasados, hombres que se guiaban por aquella bellísima máxima: ”Vivir con pureza, decir la verdad, reparar las injusticias, seguir al rey”. La lealtad a María, Reina, es lealtad a Cristo, Señor de cielos y tierra. Leales, hombre y mujeres ed Uclés, leales a vuestra celestial Reina.
Coronar a María es gesto que sugiere consagración a una persona, con voluntad plenamente libre; sugiere entrega del corazón; anima a tomarla como modelo.
Es bueno en este sentido ahondar en el hecho de la advocación de la Virgen bajo la que la honráis los hijos de Uclés: Virgen de las Angustias. Su fiesta sigue a la de la Exaltación de la Santa Cruz. La celebran también muchos pueblos de España y de nuestra diócesis. En dicha fiesta se contempla a Cristo en la Cruz y se descubra que, más que de patíbulo en el que se ajusticia a un malhechor, la Cruz es trono de gloria; Cristo en la Cruz es el rostro de la misericordia de Dios. Y esa imagen de Cristo adquiere una nueva tonalidad, entrañable, cordial, cuando el rostro del Crucificado descansa en los brazos de su Madre. Al contemplarla en ese gesto, Virgen de las Angustias, nos sale del alma invocarla como Madre de Misericordia. Y nos lleva a pedir perdón por esa cabeza herida, por ese rostro humillado por los salivazos, por sus espaldas abiertas por el látigo, por sus manos y sus pies taladrados por los clavos, por su costado herido cruelmente por la lanza, por su alma objeto de burlas y sarcasmos de lquienes asisten al suplicio.
Quisiera que hoy, al coronar la imagen de la Virgen de las Angustias, no olvidarais que ella, con su dolor, con su sufrimiento es corredentora de la humanidad. Se ha unido en sus angustias, como nadie, al dolor de su Hijo por los hombres. No podemos sensatamente esperar que el dolor no se hará nunca presente en nuestras vidas. Lo hará, unas veces en forma de sufrimiento físico; otras, será el alma la que padecerá; en ocasiones provendrá de los que quizás no te quieren bien, en otras nacerá de nuestros propios errores. Contrariedades y contradicciones, desgracias, reveses económicos, esperanzas fallidas, traiciones inesperadas, fidelidades quebradas: no faltará el dolor en nuestras vidas. No faltó en la vida de la Virgen, desde el momento en que Jesús vino al mundo en humillante pobreza y terminó su vida puesto en un sepulcro prestado.
María, Nuestra Señora de las Angustias nos enseña que el dolor, unido al de su Hijo en la Cruz, puede ser fuente de vida; que puede ser trasformado en dolor redentor; pero también puede ser inútil, estéril, causa de orgullosa rebelión o de triste resignación. María al pie de la Cruz sufre con su Hijo. Sufre por amor a los hombres que en ese momento recibe como hijos. Sufre con la serena intensidad de quien ama y sabe que tiene un sentido, porque entonces se ama también el sufrimiento. Cristo en la Cruz, María a sus pies, cumple la voluntad del Padre, que es voluntad de salvación para los hombres. Madre e Hijo sufren, pero gozan porque, con su dolor, el mundo queda redimido y a los hombres se les abren las puertas del cielo cerradas tras el primer pecado de los hombres en el paraíso.
Triunfo y dolor, corona de gloria y corona de espinas. No se oponen como el agua y el fuego. Sólo se entiende desde el amor, el amor fiel hasta la muerte, que sabe sacrificarse de buen grado por la persona amada. Porque el amor es verdadero, crece vigoroso y llena el alma de felicidad, cuando es amor que sabe de sacrifico y de entrega. Como el de María. Amén.