Queridos sacerdotes concelebrantes, autoridades civiles y militares; saludo con particular afecto a todos los miembros de la Guardia Civil, que celebráis la fiesta de vuestra Patrona, y a vuestras familias; tengo un particular recuerdo para los Guardia Civiles fallecidos en el último año, de manera particular los que han caído en acto de servicio; queridos fieles: a todos saludo en este día de Nuestra Señora del Pîlar, fiesta nacional, día también de la Hispanidad.
Hoy innumerables españoles, apenas amanecido este día, nos hemos dado cita espiritualmente en el Pilar, junto a otros muchos miles de aragoneses para besar la columna sobre la que se asienta la imagen de Nuestra Señora del Pilar. Hemos dado así ininterrumpida continuidad a ese gesto de amor y de veneración cumplido por millones de españoles a lo largo de los siglos. Gesto con el que imploramos la protección de la Virgen sobre cada uno de nosotros, sobre nuestras familias, sobre las tierras y gentes de Aragón y sobre las de todas las regiones de España.
Acabamos de escuchar el brevísimo relato evangélico que no narra el entrañable episodio de aquella buena mujer que, entusiasmada con la predicación y modo de actuar de Jesús, no puede refrenar los sentimientos de su corazón y prorrumpe en esas palabras llenas de sabor a pueblo, a pan caliente recién salido del horno, a agua de la fuente que quita la sed del labrador que vuelve de los campos, a tierra mojada tras la lluvia de primavera: “Bienaventurado, grita, el vientre que te llevo y los pechos que te amamantaron”.
Y hemos escuchado también la respuesta de Jesús, que no niega ni rechaza la alabanza hecha a su madre −¡cómo podría hacerlo si es el mejor de los hijos!−, pero la corrige y le da su justo valor. Sí, bienaventurada porque me dio el ser, pero más aún porque ha escuchado la palabra de Dios y la ha cumplido. Y su respuesta se proyecta más allá del momento histórico en que se pronuncia y adquiere valor universal: bienaventurados, dichosos, felices los que escuchan, acogen, hacen tesoro y cumplen la palabra de Dios. El Apóstol Santiago hará más tarde eco a estas palabras de Jesús cuando dice: “Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos” (1, 25), sería como la semilla caída al borde del camino o entre espinos o en terreno pedregoso.
La Palabra de Dios es “viva y eficaz”, tiene fuerza y capacidad para trasformar. Cuando Dios habla, realiza. Como en los días de la creación: “Y dijo Dios hágase la tierra… y la tierra fue hecha”. Así hace con los sacramentos; sirviéndose del sacerdote dice: “Tomad y comed…”, y el pan se convierte en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Jesús anuncia su evangelio para que sea recibido y aceptado, y para que obre en nosotros una transformación. Su palabra tiene, con expresión del Papa emérito Benedicto XVI, valor performativo. No solo instruye o informa, sino que crea, recrea, transforma. Por su fuerza interna está llamada a dar fruto abundante. Con la escucha receptiva de la predicación de Jesús, de su Evangelio, debe tener inicio una nueva vida en los oyentes.
Por eso Dios ha hecho a los cristianos heraldos, mensajeros de su Evangelio. Es palabra de nueva vida para los hombres, también para la sociedad, para las instituciones, para el mundo. No hemos recibido la luz para esconderla debajo del celemín, sino para ponerla en lo alto y que ilumine, dé más luz a todos los de la casa, a todos los hombres que habitan este mundo. El cristiano no puede replegarse sobre sí mismo en un “espléndido aislamiento”, en una especie de egoísmo refinado. Nos interesa el mundo, el bien de los hombres y de la sociedad. Sabemos que se nos ha dado algo no sólo para nosotros sino para la mejora y el progreso del mundo. Con razón se ha dicho que hay dos factores fundamentales que se oponen al designio de salvación de Dios sobre el mundo: la inclinación a dejarnos arrastrar por la concupiscencia, la violencia y la injusticia, y de otro lado, la presencia de estructuras de pecado que proceden del pecado de los hombres y a ellos conducen directa o indirectamente impidiendo la práctica de las virtudes. Las legislaciones injustas, por ejemplo, que no respetan la dignidad de la persona.
El cristiano, si quiere serlo verdaderamente, ha de empeñarse en la misión recibida de Dios: la área ineludible de procurar que las relaciones sociales estén presididas por la justicia, el amor y la paz. Su empeño es configurar la sociedad de acuerdo con el querer de Dios “saneando las estructuras y los ambientes del mundo”, las instituciones y costumbres, es decir, “ese tejido de convicciones fundamentales que se manifiestan en la forma de vida, que dan concreción al consenso sobre los indiscutibles valores fundamentales de la vida humana”, como decía también Benedicto XVI. Es tarea del cristiano contribuir con lo mejor de sí a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida de los hombres; la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social. Orientar, en una palabra, con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas.
Si lo hacemos así, mereceremos el elogio del Señor: bienaventurados vosotros porque habéis escuchado la palabra de Dios y la habéis puesto en práctica.
Que la Virgen, Nuestra Señora del Pilar nos ayude a tomar decididamente parte en este desafío.