Queridos hermanos:
Agradezco, en primer lugar, a vuestro párroco su amabilidad al invitarme a celebrar con vosotros la memoria de un hijo de Minaya, el Beato Alonso Pacheco. A su intercesión os encomiendo y me encomiendo.
En 1583 Alonso Pacheco, hijo de los Señores de Minaya, moría mártir en la lejana Goa, en el sur oeste de la inmensa India, a donde había ido como misionero para predicar el Evangelio de Jesucristo a aquellos hombres y mujeres por los que también murió Nuestro Señor Jesucristo. Tenía entonces poco más de 30 años. Como ocurre tantas veces, murió a manos de algunos de aquellos mismos a los que había servido, a los que había amado, y de quienes había sido decidido defensor ante el Rey y las autoridades civiles. Pero muchos otros, hombres y mujeres que abrieron sus corazones a la fe cristiana, habían acogido su acción evangelizadora y civilizadora y le habían otorgado el noble título de “Padre de los Indios”.
El Beato Pacheco, los mártires en general, nos hablan de lo que es un discípulo de Jesús y son para todos modelo imperecedero de cristiano. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13), había dicho Jesús. Y ellos, los mártires, la entregaron gozosamente. No la perdieron, la entregaron, y así pudieron recuperarla, según las palabras del Señor: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25). Los mártires no son amigos de hacer grandes disquisiciones y teorías que, a veces, sirven sólo para ocultar la entrega, la falta de decisión, la cobardía que atenaza, la comodidad que nos hace volar como aves de corral y nos impide surcar los aires como águilas. Tampoco son amigos de componendas, de medias tintas, de equilibrios imposibles en un vano intento de compaginar la fidelidad a Cristo con el propio interés. No son los mártires hombres o mujeres que pretenden nadar y guardar la ropa, que ponen una vela a Dios y otra al diablo. No son hombres o mujeres que juegan a llamarse cristianos, que esconden su pusilanimidad con gestos aparentes, con formalidades externas, con prácticas rutinarias, con costumbres, buenas y nobles en sí mismas, pero que sirven, quizás, para lavar la mala conciencia o para convencerse de que se puede ser buen cristiano sin tomar decisiones radicales, tajantes, que implican el corazón, la persona entera y su vida.
Lo que Dios nos pide no son nuestras cosas, o un poco de tiempo, o cuatro monedas. Dame, hijo mío, tu corazón, nos dice, y que tus ojos se deleiten en mis caminos (cf. Prov. 23, 26). Lo que tiene extraordinario valor para Dios no son nuestras cosas, sino nosotros mismos, nuestras personas. Y lo que nos pide es que lo pongamos a Él en el primer lugar de nuestras vidas, que lo reconozcamos como la realidad más preciosa que tenemos, por la que vale la pena entregar no algo, sino todo, la misma vida. El evangelio del pasado domingo, XXIII del tiempo ordinario, nos lo decía de manera nítida: para ser discípulo de Jesús, para ser seguidor, discípulo suyo, para caminar detrás de él –son todas fórmulas con el mismo contenido−, es preciso posponer todo, los afectos más hondos y todo lo que poseemos, todos nuestro bienes: propiedades, tiempo, energías, salud, buen nombre, poder: posponerlo todo a Jesús! Posponerlo porque es de menos valor. Posponer no es despreciar las cosas, ni los afectos más queridos; es apreciarlos en su justo valor, y el que tienen es siempre más pequeño que el que representa Cristo, su Evangelio. Por eso es sabia y prudente, verdaderamente inteligente, la actitud del que está íntimamente decidido a perder todo, incluso la vida, por Cristo.
No todos los cristianos compartimos la convicción de los mártires, la convicción de que Jesús es el tesoro de valor incalculable que supera infinitamente el de todas las cosas de este mundo, una convicción que se verifica en el martirio, en la aceptación gozosa de la muerte. A veces nos falta su heroísmo; en otras nos parecen exagerados; quizás pensamos que llevan las cosas demasiado lejos, que no es para tanto; hasta estamos tentados de tenerlos por fanáticos o fundamentalistas; incluso pueden parecernos necios, según aquello que Pablo dice a los de Corintio, no sin una punta de dolorosa ironía, al ver su comportamiento “políticamente correcto” diríamos hoy: “Nosotros unos locos por Cristo, vosotros, sensatos en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros célebres; nos tratan como a la basura del mundo, el desecho de la humanidad”. Los mártires nos hablan de un cristianismo recio, fuerte, total, que implica, repito, toda la vida y todas sus dimensiones. No son cristianos de algunas ocasiones, de unos minutos cada domingo, de una buena acción de vez en cuando para quedarse con buena conciencia, de buenos sentimientos que, al fin, a nada comprometen. No; lo mártires ponen en juego la vida, como hizo Cristo, su Maestro. Por amor a Dios y por amor a sus hermanos los hombres. Nos enseñan que la santidad nunca es mediocre, nunca entra a pactos con la comodidad, no casa bien con el adocenamiento, está reñida con los ánimos mezquinos, pusilánimes, cobardes.
Queridos hermanos, el Beato Alonso Pacheco nos da una lección de vida. Como él, también nosotros hemos recibido la semilla de la vida divina en el Bautismo. Hemos sido, todos, injertados en Cristo y los frutos que Dios espera de nosotros son los de una vida verdaderamente cristiana. No nos es lícito vivir una versión rebajada, aguada. Nos ha querido el Señor para ser luz del mundo y sal de la tierra. Y ¡ay! de la sal si se vuelve sosa: No sirve ya para nada; sólo para tirarla y que la pise, que la desprecie la gente (cf. Mt 5, 13).
La vida de Dios en nosotros recibida en el Bautismo está llamada a crecer, hasta hacer de nosotros hombres y mujeres a la medida de Cristo. Nos ha hecho, además, cristianos para que colaboremos con Él en la obra de la redención. No para gozar pasivamente de nuestra suerte, de nuestra condición de hijos de Dios. Nos llama a la acción, propia de los seres vivos; a participar en la misma misión de Cristo, ya que por ser miembros de su Cuerpo, somos Cristo. Su misión es la nuestra: que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1Tim 2, 4).
Lo entendió así el Beato Pacheco y marchó misionero a lejanas tierras, con el deseo de llevar a sus habitantes el don precioso de la fe. Lo movía el amor a ellos: el anhelo de que todos pudieran encontrar la perla preciosa, el tesoro escondido. No dudó en entregar la propia vida y, con ella, un futuro digno, unas ilusiones nobles, el natural deseo de formar una familia, una profesión brillante. Frente a la actitud de quien quiere compaginar lo que es incompatible, frente a la actitud débil del sí pero no o del no pero sí, frente a la incoherencia de quienes nos confesamos cristianos sin estar quizás dispuestos de verdad a seguir a Cristo cargando con la cruz de cada día, el testimonio limpio, enterizo, fuerte, del Beato Alonso Pacheco representa un revulsivo al presentarnos la verdadera imagen del cristiano sabedor de que, por serlo, es otro Cristo, continuador de su misión.
Este testimonio fuerte del mártir, que nace del encuentro con Cristo, es capaz de generar imitadores. Por eso se re repite a lo largo de la historia el fenómeno de la sangre de los mártires convertida en semilla de cristianos. Nadie se pone a caminar detrás de alguien que duda, que se arredra ante la dificultad, que vacila y titubea ante los obstáculos, que se asusta con los primeros arañazos, que tiembla ante el sufrimiento.
Queridos minayeros, pidamos hoy al Señor, por la intercesión del Beato Alonso Pacheco que nos conceda el fortalecimiento de nuestra fe en Cristo y que nos haga sentir la responsabilidad de acercar a Él a quienes nos rodean, al tiempo que nos empeñamos en edificar el mundo, la sociedad, según el querer de Dios. Amén