¡Feliz Navidad! Os saludo con las dos palabras que surgen espontáneas en millones de labios en estos días en que los cristianos celebramos el gran misterio de la Navidad. Las repiten, sin saber por qué, incluso personas que no creen en el nacimiento del Hijo eterno de Dios de una Madre Virgen: tan profunda es la huella que este misterio ha dejado en la cultura de la humanidad.
La Navidad ejerce una innegable fascinación sobre los hombres: ha sido cantada por miles de poetas a lo largo de la historia, que han hecho uso de las palabras más bellas para cantar el misterio; son también numerosísimos los cuadros o las tallas de los mejores artistas que han querido plasmar en el lienzo, en el bronce, la madera, el mármol o el barro el Nacimiento de Jesús imaginado en sus cabezas; los mejores músicos han creado geniales composiciones para “decir” el sublime misterio.
Muchas son las razones humanas por las que esperamos la llegada de este tiempo de Navidad para el que la Iglesia nos prepara a lo largo de las cuatro semanas del Adviento: el recuerdo de los seres queridos que ya nos han dejado se hace más vivo; se rememoran momentos felices de nuestra infancia; todo se llena con el aire festivo de los “villancicos” cantados junto al “Belén” de la parroquia o de la propia casa; los niños esperan con ansia el momento de los regalos y los mayores gozan con ello; los largos momentos vividos en familia en torno a la mesa común…
Pero la verdadera razón de la fiesta, de la alegría, de los encuentros familiares, tiene que ver, sobre todo, con lo que celebramos en estos días, con el hecho histórico del Nacimiento de Jesús en el establo de Belén: Dios hecho hombre. Este es el misterio que adoramos en la débil figura del Niño de Belén. Os invito a acercaros a este misterio santo, a no contemplarlo desde lejos, desde fuera; os animo a “entrar en él”, a descubrir todo su significado. No basta ver a Jesús como un personaje de gran talla espiritual y moral, alguien que ha dejado una profunda huella en la historia, un predicador de doctrina sublime, entregado toralmente a hacer el bien a sus hermanos. Con ser importante esta consideración no logra, ni de lejos, desvelarnos la profundidad del misterio de la Navidad.
En ésta late el corazón mismo del Evangelio y de su radical novedad. Sí, el Niño de Belén nos habla de Dios de un modo nuevo. No es simplemente el que ha creado el mundo, pero que después se despreocupa de su marcha y deja que corra su suerte; un Dios que habita más allá de las estrellas en su trascendencia inalcanzable. Belén nos habla de un Dios que muy poca semejanza guarda con la nube de dioses que integran el panteón griego o romano. Nos cuesta reconocer el “motor inmóvil”, de que habla el Filósofo, en el Niño que acuna entre sus brazos una joven madre.
El misterio de Belén nos habla de un Dios cercano, del Emmanuel, el Dios con nosotros; un Dios que ha querido entrar en nuestra historia y que desea hacerse presente en la vida de cada uno para hacernos felices. Un Dios que ha querido plantar su tienda, poner su casa, en medio de nosotros. Belén nos habla de un Dios que se preocupa de cada uno, que actúa en nuestro mundo, que “se alegra y sufre” con nosotros, que nos acompaña, consuela, perdona, comprende. Nos habla de un Dios que no es guardián celoso de la propia bienaventuranza. Un Dios que es amor y al que no le cuesta compartir; más aún, un Dios que no puede “vivir” sin compartir. Le interesa todo lo nuestro: no sabemos cómo, pero percibimos que no puede ser diversamente, porque de lo contrario no sería Amor. Un Dios que ha querido hacernos partícipes de su naturaleza divina, hijos suyos. En Belén, queridos hermanos, resplandece el rostro más auténtico de Dios, que nos descubre su realidad más íntima: su amor infinito.
Os deseo de nuevo una ¡feliz celebración de la Navidad del Señor!