Día del seminario, 19 de marzo 2010
Queridos diocesanos:
El próximo día 19, festividad de San José, celebraremos, como todos los años, el Día del Seminario, esta vez bajo el lema: “El sacerdote, testigo de la misericordia de Dios”. La celebración del Día del Seminario nos ofrece la ocasión de fijar nuestra atención en la necesidad de las vocaciones sacerdotales y en la delicada y apasionante tarea de su formación, es decir, la tarea de ir forjando las mentes y los corazones de los jóvenes seminaristas, para que vayan adquiriendo el modo de pensar y de sentir, de vivir y actuar de Jesucristo, sacerdote eterno y modelo de todos los Pastores en la Iglesia.
La Iglesia tiene siempre necesidad de sacerdotes. En efecto, no existe comunidad cristiana sin la presencia del sacerdote. Su ministerio es insustituible para el anuncio de la Palabra de Dios y para la celebración de los sacramentos, sobre todo los de la Penitencia y la Eucaristía. La Iglesia y cada comunidad cristiana, en efecto, se edifica y vive de la Eucaristía, y son los sacerdotes quienes, haciendo presente a Cristo, realizan, “confeccionan” el Sacrificio Eucarístico, como afirma con bella expresión la tradición teológica. La comunidad cristiana que se reúne para celebrar la Eucaristía tiene necesidad de un sacerdote ordenado que la presida: sólo quien haya sido ordenado legítimamente sacerdote por un Obispo puede celebrar la Santa Misa. Y sólo él, en el nombre y con el poder de Cristo, puede perdonar nuestros pecados
Por eso, en esta nueva Jornada del Seminario debemos pedir insistentemente al “Dueño de la mies” que envíe obreros (cfr. Lc 10, 2), sacerdotes, a su campo, a su Iglesia. Comenzamos a sufrir su falta. De ahí que cada comunidad cristiana, cada parroquia, debe sentir la necesidad imperiosa de implorar nuevas vocaciones que sientan la alegría viva de haber sido llamadas, que permitan que las invada el celo de Dios que es fuego devorador, que se dejen forjar dócilmente por el Espíritu de Jesús y por quienes han recibido el encargo de su formación.
Pero es necesario también que las familias cristianas sean generosas y no pongan dificultades a los hijos que experimente la llamada del Señor, sino que se sientan felices por su vocación, la sostengan con su oración, la protejan con el ejemplo de su vida y la acompañen con delicada solicitud. ¡La vocación de un hijo al sacerdocio es un don precioso de Dios a las familias cristianas!
El testimonio fuerte de una existencia sacerdotal vivida con gozosa entrega; con fidelidad al propio ministerio y pendiente sólo del bien de las almas; transida de una decidida tensión hacia la santidad; experta en serena humanidad, en misericordia paciente, en cercanía segura, en aliento sobrenatural, en alegría esperanzada, en humilde fidelidad al Señor Jesús: una vida sacerdotal así suscitará en el alma de adolescentes y jóvenes, con la gracia de Dios, el deseo de seguir la llamada de Dios: “Maestro, donde habitas? ¡Venid y veréis!” (Jn 1, 38)
Queridos sacerdotes y seminaristas, ¡la fidelidad y la fuerza de nuestro personal testimonio es la base de una eficaz pastoral vocacional! Queridas familias cristianas, ¡volved a sentir el orgullo santo de tener un hijo sacerdote! Queridas comunidades cristianas, ¡examinaos si lleváis muchos años sin que surja una vocación sacerdotal de entre vuestras filas! y pedid a Dios que no os falten buenos Pastores: son un don del cielo, pero debemos crear entre todos el clima necesario que facilite el que las vocaciones sacerdotales puedan germinar, crecer y llegar a buen término. Cuento con vuestras oraciones y con vuestra ayuda en este día del seminario.
Con mi bendición.
X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ
Obispo de Cuenca