25 de Marzo de 2007
Queridos diocesanos:
La cuestión de la licitud o ilicitud moral de la eutanasia viene siendo periódicamente planteada con ocasión de algunos casos médicos particularmente dolorosos. La sincera participación en el dolor de otras personas no puede llevarnos a renunciar a la necesaria objetividad a la hora de enjuiciar comportamientos. Dicha objetividad podría ser fácil e injustamente calificada de frialdad cuando, en realidad, se trata sólo de favorecer aquella serenidad de juicio que los sentimientos amenazan con turbar.
Lo primero que hemos de decir al respecto es que todo individuo humano inocente tiene un derecho a la vida que no puede nunca perder y que nadie le puede arrebatar. Reconocer este derecho es algo fundamental y elemento constitutivo de una sociedad verdaderamente “civil”, humana, y de su ordenamiento legal. Hay que decir también en seguida y en voz bien alta, que las personas cuya vida está como disminuida y debilitada reclaman un respeto y atenciones particulares.
Un principio fundamental en este tema es el que formula con precisión y claridad el Catecismo de la Iglesia Católica, a saber, que la eutanasia directa, es decir, el poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o próximas a la muerte es algo moralmente inaceptable, y ello sin que importen los motivos que llevan a actuar de ese modo ni los medios que se utilicen. Notemos que se trata de tres supuestos distintos: personas que tienen un ‘handicap’, personas enfermas y personas próximas a la muerte, pero los tres supuestos quedan comprendidos bajo el principio moral que prohíbe poner fin a sus vidas. Estas reclaman más bien, como decía antes, respeto y atención particulares.
Entrando más directamente en el caso que en estos días ha sido noticia en los medios de comunicación, la doctrina de la Iglesia no duda en afirmar que puede ser legítimo interrumpir los procedimientos médicos costosos para el paciente o la familia, los que resultan peligrosos, extraordinarios o desproporcionados respecto a los resultados esperados. A nadie escapa que curas o cuidados que podían ser algo costoso o extraordinario para el paciente o su familia hace treinta años hoy ya no lo son, o no lo son para las instituciones sanitarias públicas; o lo que se considera tal en los países del tercer o cuarto mundo, no lo es en cambio en el primer mundo. Determinar exactamente el carácter extraordinario, desproporcionado o costoso de unos cuidados médicos no es siempre fácil, y se debe tener muy en cuenta la estimación de los mismos médicos y la apreciación común, que puede ir cambiando a medida que aumenta el tenor de vida y los recursos y posibilidades de las instituciones públicas.
Pues bien, según los mismos médicos, no se puede decir que el respirador artificial sea hoy, en nuestro país, un medio cuyo uso resulte extraordinario, es decir algo infrecuente, insólito, no común, algo de lo que se echa mano sólo en raras circunstancias. Representa más bien un recurso absolutamente habitual cuando hay necesidad del mismo. Tampoco se puede decir que se trate de un medio desproporcionado para los resultados que de él se esperan. Representa, más bien, el medio proporcionado para seguir viviendo, el recurso adecuado a la situación real del enfermo. No se puede, en fin, afirmar que la respiración asistida comporte un ensañamiento inútil sobre la salud del enfermo: su utilidad resulta evidente.
Pido a Dios en que los acontecimientos de estos días no sean el inicio de una senda cuya dirección se antoja poco tranquilizadora, ya que parece conducir a una indeseada ampliación de la llamada «eutanasia pasiva indirecta» para todo paciente que no acepte el dolor, la enfermedad y los cuidados paliativos.
Cordialmente
X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ
Obispo de Cuenca