Cuenca celebra la fiesta de Nuestra Señora de la Luz. Crónica y homilía del obispo de Cuenca

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Fieles a la cita del día 1 de Junio, la ciudad de Cuenca tributó el mejor de los homenajes a su patrona. Ya en la víspera, el retablo de la patrona de la ciudad se había cubierto de flores en una solemne ofrenda donde no faltaron niños, jóvenes y mayores para implorar, con flores, oraciones y súplicas a la Madre del Júcar. En el día de su fiesta, de nuevo, los conquenses lo supieron reeditar. El cortejo procesional con la imagen de Nuestra Señora de La Luz partía del santuario a las diez de la mañana para recorrer algunas calles del casco antiguo y para regresar a la Parroquia del Barrio de San Antón en torno a la una de la tarde. Allí esperaba el obispo de la Diócesis para comenzar la solemne eucaristía en una iglesia abarrotada de público donde se manifestó, una vez más, el profundo amor de la ciudad de Cuenca a su virgen morenita.

HOMILÍA DEL OBISPO DE LA DIÓCESIS.

No cabe duda de que el pueblo cristiano, y en particular los fieles de Cuenca, ama y venera entrañablemente a la Virgen Madre de Dios. Lo atestigua la pequeña capilla tras el altar, el camarín, repleto de flores de todo tipo y color. Regalamos flores a las personas que queremos, una costumbre muy extendida en todo el mundo. Las que, compitiendo por la cercanía a la sagrada imagen, adornan hoy el camarín de la Virgen, testimonian el amor y proclaman el cariño, tierno y filial, a la Madre de Dios, que los conquenses honramos bajo la advocación de Nuestra Señora la Virgen de la Luz. Pido a Dios que no decaiga nunca en esta ciudad el amor a su Madre y que éste sea cada día más auténtico, y se traduzca en obras de amor verdadero a los demás.

Honramos a María porque es la Madre de Dios, realidad y título que está en la raíz y origen de todas las demás prerrogativas con las que quiso adornarla su Hijo. Realidad, porque es verdaderamente madre, como lo son las nuestras, que nos han engendrado, llevado en su seno, alimentado, criado y enseñado tantas cosas. Título el de madre, el más alto, grande y bello para un hijo. A nadie importa que su madre no tenga otros. Ningún hijo sensato se referirá a ella invocándola de otro modo, desde que comienza a articular palabra hasta que deja de pronunciarla. Visitaba hace dos o tres días a un sacerdote en el hospital. En la cama de al lado, un señor ya muy anciano, con una enfermedad que le había quitado lucidez mental, repetía una y otra vez la misma palabra: ¡madre, madre!  Era conmovedor. A nuestra identidad personal más radical pertenece ser hijos de la propia madre. En María, Madre de Jesús, tributo hoy homenaje a todas las madres.

Con razón llamamos a Jesús, el Hijo de María, y a María, la Madre de Jesús. Me atrevo a decir que no se puede entender del todo el uno sin el otro. ¡Qué bien lo dicen las palabras de Pablo a  las comunidades de Galacia. El Apóstol para poner ante nuestro ojos el misterio de Jesús dice: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo (Dios como el Padre), nacido de mujer (hombre como nosotros), nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Ga4, 4-5). Cristo es el Hijo eterno del Padre, engendrado, no creado, antes de todos los siglos; al mismo tiempo es hijo de María nacido en el tiempo, en la plenitud de los tiempos, pero, como todo hijo de mujer, perteneciente a nuestra historia: hombre como nosotros.

La grandeza de María radica en la condición de este hombre, su hijo Jesús, que es al mismo tiempo, hijo de Dios y Dios como el Padre y el Espíritu Santo. La advocación de Virgen de la Luzcon la que honramos a María lo pone de manifiesto. María recibe su luz de Jesús, sol de justicia. María como la Iglesia entera, como los templos que acogen a los cristianos para celebrar la fe, miran a oriente, al lugar por donde cada día sale el sol, victorioso de su lucha con las tinieblas. La Iglesia, con María a su cabeza como miembro preeminente de la misma, canta cada día a su Señor en elBenedictusde la oración de Laudesy lo proclama Luz que alumbra a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Cristo es la Luz, el Sol de justicia que ilumina la humanidad.

Eso no significa que no podamos invocar a María como Virgen de la Luz. También la luna nos ilumina…, aunque la luz con que lo hace sea la luz del sol. En ella como en ninguna otra criatura se refleja su luz. Es bella y misteriosa, y es humilde porque conoce que su belleza y dignidad es recibida, no es propia. Es un don, un regalo de su Hijo. Y a nadie con mayor razón que a la Virgen se le pueden aplicar las palabras de Jesús en el evangelio: “Yo soy la luz del mundo… el que me sigue… tendrá la luz de la vida” (Jn8, 2). En nadie es tan abundante la luz de Cristo, en nadie resplandece más que en María, porque nadie le ha seguido tan de cerca como Ella, la esclava del Señor, la que puso a su servicio la vida entera, la que escuchó su palabra y la puso fidelísimamente en práctica.

Ahora vemos el sentido exacto de las palabras de Jesús con las que responde al grito de entusiasmo de aquella mujer del pueblo: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron” (Lc11, 27). Jesús no se detiene en el hecho físico, natural, de la maternidad de María. No lo niega. Pero, al mismo tiempo, nos dice cuál es la verdadera raíz de la grandeza de María: “Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (11, 28).

También nosotros somos hijos de la luz. En el solemne prólogo del evangelio de Juan se dice: “El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo” (1, 9). La luz de la razón es ya una participación de la luz divina. Cuando en el Bautismo somos engendrados a la vida sobrenatural se nos entrega una vela encendida en el cirio pascual que preside la ceremonia; el cristiano participa de la Luz de Cristo de una manera nueva. Por este sacramento se comunica, en efecto, la luz de la fe. “Recibe la luz”, dice el sacerdote, recordándonos así que no somos la luz, que la luz es Cristo. Sí,  “Dios es luz”, dice Juan en su primera carta (1, 5), y si caminamos en la luz estamos en comunión con Él y también en comunión unos con otros. San Pablo resumirá la vida cristiana  como un “vivir como hijos de la luz” (Ef5, 9).

Pero Jesucristo no solo es la luz. Ha venido al mundo para darla. Y el cristiano que recibe la luz, no la acoge para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en lo alto, en el candelero, de manera que alumbre a toda la casa (cfr. Mt5, 15). Esta es la tarea y la responsabilidad del cristiano: iluminar  su vida con la luz de Cristo y difundirla, iluminar la vida de los hombres y de los pueblos. No podemos limitar su fuerza salvadora de manera que ilumine solo nuestra propia vida. Cristo es luz de las gentes, luz del mundo, ha venido para iluminar los caminos de los hombres y de los pueblos, y ha dado esa misma tarea a los suyos. Ningún cristiano puede renunciar a la tarea de hacer llegar esa luz a todos los hombres.

A  veces esa luz ciega, ofusca, hiere los ojos acostumbrados a caminar en tinieblas. En ocasiones parece que se reniega hasta de la luz natural de la razón, y se ignoran, se rechazan como enemigas del hombre y de su progreso verdades accesibles a los ojos limpios, humildes la gente sencilla como los niños, y se ridiculizan palabras o comportamientos coherentes con la dignidad del hombre que no quiere entregarse ciegamente a sus pasiones. Y hombres y pueblos parecen sumergirse en una especie de ilustrada barbarie adornada con ribetes de gran ciencia y conocimiento que disimulan sólo y disfrazan su inhumanidad.

Que la Virgen nos mantenga siempre en la Luz de su Hijo e interceda ante Dios para que sepamos y queramos caminar siempre a su resplandor

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