Día del Corpus Christi en Cuenca. Crónica y homilía del Obispo de la Diócesis

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El pasado domingo 23 de junio tuvo lugar la procesión del Corpus Christi en las Parroquias de toda la Diócesis. La ciudad de Cuenca también pudo gozar de este desfile que desde hace unos años organiza la Junta de Cofradías y que este año cambió el recorrido y el templo de llegado.

Los actos comenzaron a las 18 horas con una misa en la Catedral Basílica, presidida por el obispo de la Diócesis, monseñor José María Yanguas. Tras la misa comenzó la procesión que fue acompañada por integrantes de la Junta de Cofradías, guiones, estandartes y hermanos mayores de todas las hermandades de la Semana Santa de Cuenca y de aquellas hermandades que, no perteneciendo a la Junta de Cofradías, qusieron tomar parte en la Procesión de procesiones, las Damas de la Congregación de Nuestra Señora de la Soledad y de la Cruz (que se incorporaron al desfile del Corpus hace unos años) y niños y niñas vestidos de Primera Comunión, quienes regalarán una lluvia de pétalos de flores a la Custodia en varios puntos del recorrido.

Seis hermandades levantaron monumentos en la calle para saludar el paso de la Custodia. El Santísimo quedó expuesto en la Parroquia de San Esteban durante toda la tarde del 23 de junio, Templo donde se dio por concluida la procesión del Corpus.

 

HOMILÍA DEL OBISPO DE CUENCA

Corpus Domini, una de las fiestas del calendario cristiano más queridas por los fieles. La Iglesia canta llena de alegría; las calles de nuestros pueblos y ciudades son engalanadas con flores, alfombras y altares; la música alegra el corazón de los fieles cristianos que adoran con fe viva a su Señor y lo honran y veneran con muestras inequívocas de amor. En “custodias” que rivalizan en riqueza y primores de orfebrería, Jesús sacramentado, humildemente escondido bajo las especies sacramentales,  es paseado por nuestras calles y plazas en reconocimiento de su soberanía  y majestad infinitas, en testimonio público de fe y de piedad hacia la Sagrada Eucaristía. Es el día del Corpus, el día de la procesión por antonomasia, la más importante de las procesiones.

En la primera lectura hemos escuchado el encuentro de Abrahán con Melquisedec, rey de Salén. Abrahán venía de derrotar a los reyes aliados que se habían llevado a su sobrino Lot. Y Melquisedec, rey de Salén o de paz, salió a su encuentro, lo bendijo y les ofreció pan y vino, como un anticipó del sacrificio de la Misa.

En la segunda lectura han vuelto a resonar las palabras de una de las más antiguas tradiciones cristianas, en la que se nos narra la institución de la Sagrada Eucaristía: el sacramento, los gestos y las palabras con las que se renovará, se actualizará o se hará presente a lo largo de los siglos el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, el sacrificio de la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres, por el que  somos reconciliados con Dios para siempre.

En el Evangelio asistimos a la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a la multitud. Sólo los hombres contaban uso cinco mil. Y después de haber comido y haberse saciado todos, aún sobraron doce cestos de trozos de pan. En cada Eucaristía se repite ese milagro: todos comemos de este pan divino y quedamos saciados. No importa si somos pocos o muchos quienes nos acercamos al sagrado Banquete: como dice la Secuencia de la Misa: “recíbelo uno, recíbenlo  mil, y aquel lo toma tanto como estos, pues no se consume al ser tomado”.

La Iglesia pone hoy este santo misterio en el centro de su atención para adorarlo, venerarlo, hacerlo objeto de su fe y de su amor. Quiere “llenarse” de la verdad del sacramento, misterio del amor y de la obediencia de Jesús al Padre, y ejercicio el más elevado de amor a los hombres, ya que, según las palabras del mismo Señor: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn15, 13). La vida de Jesús, su existencia redentora, es en esencia, vida entregada, donada al Padre en obediencia; vida regalada a los hombres. Es decir, existencia de amor. La vida del que desea seguir a Jesucristo, de quien libremente elige tomar la cruz de cada día y seguirle, debe ser, igualmente, vida entregada a Dios y a los demás. El que lo ama guardará, obedecerá sus mandamientos, abandonará su voluntad en la de Dios. Sí, la obediencia a sus mandamientos es una de las dos únicas pruebas del auténtico amor a Dios. La otra prueba es el amor a los hermanos: “Si alguno dice: ‘amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso”, dice rotundamente San Juan. Y da a continuación la razón de dicha afirmación: “pues quien no ama  a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn4, 20). Es, pues, razonable que la Iglesia celebre en esta fecha el día de la Caridad, ya que el misterio de la Eucaristía es misterio de amor, de amor llevado al extremo de la entrega de la vida. La mirada de fe a la Eucaristía se prolonga y abraza a todos los hombres, objeto del amor creador de Dios y de su voluntad salvífica, pues Dios “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”  (1 Tim2, 4).

En esta solemnidad del Corpus Dominiquisiera recordar brevemente la importancia de los gestos y de las posturas en la liturgia de la Iglesia. Los grandes acontecimientos de la vida de ésta, lo mismo que los de la sociedad civil, académica o militar, tienen lugar siguiendo un preciso ceremonial, compuesto de ritos, gestos y posturas que se desenvuelven según normas fijas, uniformes, que todos respetan.

En la liturgia de la Iglesia el gesto de ponerse de rodillas tiene un hondo significado. Su origen está en la Biblia. Sólo en el Nuevo Testamento se cita la acción de arrodillarse en 59 ocasiones. Casi la mitad de ellas en el Apocalipsis, el libro de la liturgia celeste que se propone precisamente a la Iglesia como norma de su liturgia  El término con que nos referimos a ese gesto aparece en otros muchos lugares. Cuando Pedro, por ejemplo, está a punto de hundirse en el mar en medio de la tempestad, Jesús lo toma de la mano, salvándolo de una muerte segura. Los Apóstoles, según el evangelio, “cayeron de rodillas” ante Jesús y dijeron: “Realmente eres Hijo de Dios” (Mt, 14, 33). Las traducciones antiguas decían que los Apóstoles “adoraron” a Jesús. Ambas traducciones, como dicen los expertos, son correctas: una destaca la expresión corporal, la otra el acto interior. Algo parecido pasa en el episodio de la curación del ciego de nacimiento: hace una profesión de fe en Jesús como Hijo del hombre y se postra ante Él, lo adora. En el episodio de los Magos aparece todavía con mayor claridad la estrecha unión entre el acto interior de adoración y el exterior de arrodillarse: “y cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt2, 11). El gesto de arrodillarse constituye, pues, un gesto de respeto sumo, de adoración. Por eso la Iglesia se arrodilla ante Jesús sacramentado: es el reconocimiento, con gestos visibles para todos, de que Jesucristo está presente en la Hostia santa. En la Misa, al llegar la consagración, nos arrodillamos, si nos resulta posible, porque adoramos a aquel que en ese momento se hace presente en el Altar. La adoración es uno de esos actos que afectan al ser humano en su totalidad; cuerpo y espíritu. Por eso, afirmaba, el teólogo Ratzinger, que es indispensable doblar las rodillas en presencia del Dios vivo. Las rodillas precisamente, pues eran consideradas por los hebreos como expresión de fuerza; doblar la rodilla significa someter nuestra fuerza ante el Dios vivo, reconocer que todo lo que tenemos lo recibimos de Él. Constituye pues un gesto legítimo y necesario.

El otro punto sobre el que quisiera decir dos palabras tiene que ver con la pureza de corazón con que debemos acercarnos a recibir el Santísimo Sacramento. San Pablo lo recuerda con enorme fuerza: “De modo que  quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (come y bebe su propia condenación). Estas palabras constituyen una grave advertencia. No nos es permitido trivializar este increíble gesto del amor divino. Comer el mismo pan, sentarse a la misma mesa, es signo inequívoco de amistad. Acercarse a la Mesa del Señor sólo puede hacerlo quien goza de la amistad de Dios, es decir, quien se halla en gracia. Sería una contrasentido, hipocresía sin nombre, que quien está lejos de Dios, quien no es su amigo, se acercase a comer el pan que ni siquiera a los ángeles les es dado comer.

Agradezcamos el gran don de la Eucaristía; adoremos al Señor presente realmente en ella; alabemos su gran misericordia pues se nos entrega como prenda de vida eterna; recibámoslo con piedad y alma limpia de pecado, para que así tengamos vida eterna y el Señor nos resucite en el último día. Amen.

 

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