Queridos diocesanos:
El próximo 2 de febrero, fiesta litúrgica de la Presentación del Señor en el Templo, viviremos nuevamente la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Este año lo haremos bajo el lema “Padre nuestro. La vida consagrada presencia del amor de Dios”. Como podéis ver, se trata de una suerte de definición de la vida consagrada, que se sabe ciertamente incompleta, pero que, de alguna manera, quiere expresar una de sus dimensiones esenciales, ciertamente no de las menos relevantes.
La Vida Consagradaen general, que nace del misterio de la Iglesia (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 926), es donque ella recibe de su Señor, un don de Dios a su Iglesia, una gracia que la hermosea y, al mismo tiempo, la hace más eficaz para el cumplimiento de la misión apostólica. Como todo don que merezca de verdad ese nombre, el de la vida consagrada es expresión del amor de Dios, que se hace visiblemente presente y manifiesto. Existís en la Iglesia, queridos miembros de la vida consagrada, como una forma concreta en la que se revela el amor infinito de Dios a su Esposa Santa.
Al mismo tiempo, el lema que preside esta Jornada Mundial de la Vida Consagradaes una llamaday undesafío. Cada una de las formas de la vida consagrada y cada fiel que recibe de Dios la vocación para vivir la vida cristiana en ese estado y en una de sus formas concretas de vida, debe esforzarse por ser presencia del amor de Dios para los hombres: amor de Dios recibido con extrema gratitud, con la permanente alegría de quien tiene clara conciencia de la grandeza del don, con la viva responsabilidad de quien sabe que es recibido para la mayor santidad de la Iglesia y para el mejor cumplimiento de su misión evangelizadora.
La llamada a la santidad que Dios hace a los hombres y mujeres en la vida consagrada, que debe resonar cada día con sonido de fiesta en sus corazones, es llamada a la plenitud de la vida cristiana, a la perfección del amor. Plenitud y perfección que consisten en hacer que el amor de Dios que ha sido derramado en sus corazones, el gesto de amor divino que es su vocación, brille en sus obras, en su modo de vida, en su acción apostólica. Es el amor de Dios, sólo el amor de Dios, lo que les da valor. El más pequeño gesto de amor a Dios y a los demás, adquiere, por el amor con que se hace, una dimensión enteramente nueva, más elevada, “divina”.
Cuando el Papa Francisco habla en su Exhortación Apostólica Alegraos y regocijaosdel “Gran Protocolo” sobre el que seremos juzgados (cfr. n. 95 y ss.) nos insta a escuchar la llamada de Cristo a reconocerlo “en los pobres y sufrientes”, pues en ella se “revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse”; en esa llamada se revela, en definitiva, su amor. Debemos reaccionar desde la fe y la caridad ante los “pobres y sufrientes”, cualesquiera que sean, reconocer en ellos a “un ser humano con nuestra misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo”. “¡Eso es ser cristianos!” nos dice el Papa (n. 98). Quien ha acogido la llamada de Dios a la santidad en la vida consagrada sabe que está llamada/o a hacer todo lo posible para que los hombres y mujeres que le rodean, sobre todo los “pobres y sufrientes” puedan descubrir en su vida y actividad el rostro, amable, y cercano, paterno y materno, de un Dios que los ama con infinito amor.
Pidamos para que en esta Jornada, todas las personas consagradas sean más gozosamente conscientes del amor con que Dios las ama y las ha amado, y acojan sin reservas la invitación a ser presencia viva de su amor entrañable por los demás.
