Queridos diocesanos:
En los días que preceden a la fiesta de la Conversión de San Pablo, 25 de enero, celebra la Iglesia el “Octavario de oración por la unidad de los cristianos”. En esas fechas redobla su oración y ofrece sacrificios a Dios para que se cumpla el anhelo de Jesús manifestado en la Última Cena. En aquella solemne ocasión, pidió al Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn17, 21). Durante el Octavario, la Iglesia retoma las palabras pronunciadas y las eleva al Padre suplicando el don de la unidad.
En la misma convocación del Concilio Vaticano II, San Juan XXIII señaló como uno de sus objetivos principales la unidad de los cristianos. Esta preocupación por la unidad estuvo presente en la mente de los participantes en aquella magna asamblea desde el inicio de los trabajos conciliares. Lo estuvo como uno de sus objetivos principales y como idea de fondo a la hora de tratar los diversos temas o de formular propósitos para la futura vida de la Iglesia. El Concilio supuso para los católicos un fuerte y definitivo impulso al “movimiento ecuménico”, entendiendo por tal “el conjunto de actividades y de iniciativas que, según las variadas necesidades de la Iglesia y las circunstancias de los tiempos, se suscitan, y se ordena a favorecer la unidad de los cristianos” (Decreto Unitatis redintegratio, 4). Esta es la intención por la que toda la Iglesia reza en estos días: alcanzar de Dios la unidad de todos los creyentes en Cristo; que se haga realidad la promesa de Jesús: “… y habrá un solo rebaño y un solo Pastor”.
Los Papas que se han sucedido después del Concilio Vaticano II han asumido siempre como uno de sus principales deberes el de ser promotores de la unidad de todos los cristianos, conscientes de que es parte fundamental de su misión el recordar la exigencia de la plena comunión de todos los discípulos de Cristo.
Los enemigos de la unidad son muchos; entre otros, como señalaba San Juan Pablo II: “el peso de lasincomprensiones ancestralesque han heredado del pasado, de losmalentendidosy prejuiciosde los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferenciay un insuficiente conocimiento recíprocoagravan estas situaciones” (Encíclica Ut unum sint, 2).
También son conocidos, por el contrario, los caminos que conducen a la unidad. En primer lugar, el sincero empeño por la conversión del corazón y la oración, sabedores de que la unidad es un don que supera las fuerzas y los intentos humanos por instaurarla. La unidad y la paz son regalo de Dios que los hombres deben recibir con un corazón que anhela y pide tales dones: cada cristiano debe convertirse más radicalmente al Evangelio, consciente de que la unidad se hace posible desde la fidelidad de todos y cada uno a la Buena Nueva de Jesús: “Recuerden todos los fieles cristianos, dice el Concilio, que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio” (Unitatis redintegratio, 7).
Sirven indudablemente a la unidad el conocimiento y aprecio mutuo, la conciencia de los lazos que nos unen, el gozoso reconocimiento de los dones presentes en las Iglesias y comunidades cristianas, los testimonios de santidad y de amor a Cristo hasta la muerte de tantos hermanos, la colaboración mutua, etc.
La Iglesia celebra este año el Octavario bajo el lema: “Actúa siempre con toda justicia”. La justicia crea unidad y promueve concordia y reconciliación. Por eso es importante que todos los cristianos nos comprometamos y colaboremos en lograr un orden justo para la sociedad en la que vivimos y de la que formamos parte, y que contribuyamos a que las relaciones humanas estén presididos por el espíritu de convivencia, de entendimiento, de diálogo, de solidaridad, de perdón y de misericordia.
