Recurre una año más la fecha en que la Iglesia toma renovada conciencia de su identidad misionera. La fiesta del Domund renueva en los oídos de todos los católicos las palabras del Señor antes de dejarnos para subir a los cielos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio”. Son palabras pronunciadas a modo de testamento, con tono de invitación apremiante, de encargo o mandato que moverá siempre a la Iglesia a empeñarse en la tarea de la propagación de la fe. La misión no es un optional para la Iglesia; es parte de su mismo ser. En efecto, no es concebible una Iglesia de Cristo sin ardor misionero, sin tensión hacia la periferia, sin ambición universal: Dios se ha hecho hombre para que todos se salven en Él y por El.
Se trata de una tarea que afecta a toda la Iglesia. La fe recibida no es un tesoro que podamos poner a buen recaudo, para disfrutarlo en solitario. La fe es luz que el Señor nos ha dado para ponerla en alto, de manera que ilumine la propia vida y la de los demás. Es sal que preserva nuestra existencia de la corrupción y, al mismo tiempo, es agente vivificador de la familia y de la sociedad, mejorando así la condición de todos. Nadie puede esconder el don de la fe. Ésta pide ser comunicada, anunciada, proclamada.
Si la misión de llevar la luz de Cristo hasta los últimos confines de la tierra es tarea de cada uno, no todos podemos llevarla a cabo de la misma manera. Si la Iglesia entera es misionera, no es menos verdad que la Iglesia necesita de misioneros, hombres y mujeres que, dejando las redes como los Apóstoles, vayan al encuentro de quienes todavía no conocen a Cristo, que vayan allí donde están y les transmitan el gozoso anuncio del Evangelio. A toda la Iglesia se dirigen las palabras del Papa Francisco que nos exhorta a que “no tengamos miedo de realizar una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que (…) toda estructura se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo…”). Pero son un puñado, numeroso, de miles de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, los que “se baten el cobre” en primera línea, llevando a cabo una labor imponente e impagable ˗¡dejan sus propias vidas en el empeño!˗ de promoción humana y de evangelización. Dos aspectos que nuestros misioneros han sabido siempre aunar en sus tareas. Ellos saben, como nadie, que el anuncio del Evangelio es indisociable de la promoción integral de las personas y de los pueblos. Y son felices de darse, conscientes de que ellos mismos son los primeros beneficiarios de la misión.
Nuestros misioneros merecen saber que no están solos, que tienen nuestra estima y aprecio, que estamos detrás de ellos con nuestra oración y colaboración. ¿Quién no ha escuchado de labios de los misioneros historias de entrega admirable, de generosidad que avergüenza la falta o escasez de la nuestra; historias que remueven nuestros sentimientos y nos empujan a ser mejores? Nuestros misioneros no sólo llevan la fe a quienes no conocen a Cristo, sino que ayudan y avivan la nuestra, amenazada a veces de ser sofocada en esta sociedad de consumo. ¡También a nosotros nos evangelizan nuestros misioneros!
La jornada del Domundes día para rezar por los misioneros, por todos; con un recuerdo especial para los 12.000 misioneros españoles; es día para pedir que aumente el número de hombres y mujeres entregados a la misión en sus distintas modalidades. Es estimulante, a este propósito, contemplar cómo crece el número de jóvenes que dedican cada año a las misiones un tiempo de sus vacaciones. Es día, en fin, para ser generosos con quienes lo dan todo. No piden para ellos mismos. Piden para que vayan adelante hospitales, orfanatos, residencias de ancianos, centros médicos, escuelas…, y poder disponer de los medios necesarios para seguir evangelizando. ¡Cuentan con nosotros para cambiar el mundo! ¡No los defraudemos!
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