El mensaje semanal del Obispo de Cuenca

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Queridos diocesanos:

Metidos ya de lleno en el tiempo de Adviento, camino hacia la Navidad, se nos hace presente la figura amabilísima de la joven nazarena, María, que el Señor se escogió desde toda la eternidad para ser la Madre de su Hijo. Y la contemplamos en el primero de sus misterios y privilegios cuya luz ilumina su figura y llena a sus hijos de admiración y de gozo: el misterio de su Inmaculada Concepción. El misterio de aquella a la que con razón denominamos en nuestra tierra como ¡la Purísima! Purísima porque fue concebida sin mancha de pecados original, libre del pecado de origen que heredamos de nuestros primeros padres, Adán y Eva. ¡La purísima Concepción!

Todos los hombres nacemos con el pecado de Adán. Nos lo recuerda con meridiana claridad el Apóstol Pablo: “Por tanto, dice, lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron…” (Rom5, 12). Todos pecadores y todos, por tanto, necesitados de salvación; salvación que  se ha realizado en Cristo Jesús: “Pues, continúa, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así  también por la obediencia de uno solo, todos serán constituido justos” (ibidem5, 19). Todos pecadores, todos rescatados por la obediencia de Jesucristo al Padre.

En este contexto se entiende mejor la especialísima providencia de Dios Nuestro Señor con María, destinada a ser la Madre de su Hijo. Ella es también Hija de Adán y, por tanto, debería compartir la suerte de todos los hombres, pecadores “por naturaleza”, es decir, pecadores por el hecho de pertenecer al género humano, por compartir la misma naturaleza humana. Pero Dios miró con ojos de especial benevolencia a aquella que había de estar unida a su Hijo Jesucristo con el particular, estrechísimo e indisoluble, vínculo de la maternidad.

Así, quiso redimirla de manera  más excelente, superior, “eminente”, como dice el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 53). El Señor eligió para redimirla un camino más excelente, más elevado, de mayor rango: de manera que fue preservada del pecado original en previsión de los méritos de su Hijo, “único Mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim2, 5). Los demás hombres hemos sido redimidos por los méritos de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, como fruto de la redención ya cumplida. María lo fue antes de que tuvieran lugar esos acontecimientos. Así las cosas, María no fue tocada por el pecado. Las acciones redentoras de Cristo que, como toda acción humana, acontecieron en el tiempo, entrañaban a la vez una dimensión de eternidad por ser acciones de Dios. En previsión del hecho histórico de la redención, la Virgen se vio libre del pecado original. Redimida sí, pero de modo completamente singular, hasta el punto de constituir un verdadero e irrepetible privilegio, una gracia única.

También en esto se mostraba lo singular del vínculo entre Madre e Hijo. Jesucristo, Señor nuestro, fue “probado en todo como nosotros, menos en el pecado” (Hb 4, 15); María, que participó íntimamente en la historia de la salvación y  está unida con el Hijo Redentor “por el don y la prerrogativa de la maternidad divina” (Lumen Gentium, 63) es honrada por el pueblo cristiano como “la sin pecado”. “Nada tiene de extraño, dice el Concilio Vaticano II, que entre los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo” (ibidem, 56).

La solemnidad de la Inmaculada Concepción nos lleva a recordar, siquiera sea someramente, la virtud de la castidad, absolutamente necesaria si queremos vivir de acuerdo con la dignidad de hijos de Dios; tanto más si se tiene en cuenta la mentalidad hedonista dominante que no raramente hace del placer el fin último del hombre. Los cristianos hemos de ayudar a recuperar el valor de la castidad con la plena convicción de que no hay vida auténticamente humana y menos aún vida sobrenatural, de fe esperanza y caridad, si falta el empeño, con la gracia de Dios, por vivir la pureza de corazón.

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