El mensaje semanal del Obispo de Cuenca. 22 de Febrero de 2019

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Entre las noticias del pasado fin semana: crónicas de sucesos, comentarios provocados por determinadas decisiones de nuestros gobernantes, pronósticos más o menos probables sobre resultados de comicios futuros, informaciones sobre los más diversos eventos deportivos, etc., una de ellas tenía que ver con un español que llevaba toda una vida en África, entregada, regalada amorosamente, al servicio de la educación y evangelización de los jóvenes.

Se trataba del misionero salesiano Antonio César Fernández Fernández, “asesinado en Burkina Faso el pasado viernes 15 de febrero en un ataque terrorista”. Así, sin más, con esas palabras se cerraba la historia de un hombre bueno, como tantos miles y miles de misioneros y misioneras, que en su momento sintió y siguió la inclinación ˗vocación la llama la tradición cristiana˗ a poner su vida por entero, con todas sus fuerzas, su saber, y sobre todo su corazón y su capacidad de amar, al servicio de los más pobres.

Había nacido en Pozoblanco, Córdoba, el 7 de julio de 1946.Contaba pues 72 años, edad en que muchos hombres y mujeres gozan de un merecido retiro después del trabajo de muchos años. P. Antonio seguía sintiendo dentro de sí la necesidad y la ilusión de seguir sirviendo a sus hermanos en primera línea. Ni las varias décadas de trabajo en varios países de África ni  la ola de violencia que asola Burkina Faso desde 2015 ni el recrudecimiento de la amenaza terrorista en las últimas semanas  habían sido capaces de menguar o debilitar su celo pastoral.

Antonio César no sólo había obedecido a su Provincial que lo enviaba a África: él habíaelegidoÁfrica, con la carga afectiva que comporta una auténtica elección. Y había viajado a Burkina Faso para permanecer, para quedarse allí. No se trataba de disponer de una etapa de su vida, de un intervalo en su existencia, de un ejercicio de libertad fruto del entusiasmo juvenil o de una experiencia, de algún modo excitante, con la que dar rienda suelta a la generosidad. Sabía que aquella, en lo que podía depender de él, era estación de destino. Lo movía la voluntad de hacer el bien a los demás, nacida de su entrega, sencilla y apasionada a la vez, a Dios Nuestro Señor. Y su corazón, su alma, ha quedado ya en África para siempre.

He considerado que debía honrar la memoria de P. Antonio César y la de aquellos que como él entregan a la misión lo mejor de sus vidas. Son muchos miles los hombres y mujeres, muchos de ellos misioneros, a los que nada amedrenta ni detiene en su deseo de ayudar a los demás, de favorecer su progreso, de anunciar la Buena Nueva del Evangelio.

Y ante crímenes como el de la muerte violenta de P. Antonio surge la pregunta que no espera encontrar respuesta satisfactoria: ¿por qué? Quizás no haya otra respuesta que la de arrodillarse en silencio y besar imaginariamente la tierra empapada por la sangre de tantos millares de estos nuevos mártires de la caridad y del amor a los demás. No puede uno menos que sentir el “orgullo” de estos hermanos fuertes que exponen, y a veces pierden, sus vidas para que otros la tengan en mayor plenitud. Como Jesús, P. Antonio y tantos otros, podrían decir: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn10, 10). Descanse en paz.

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