El mensaje semanal del Obispo de Cuenca. 28 de Septiembre de 2018

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En las dos últimas “Cartas semanales” que os escribí antes del periodo estivo, me ocupé de los primeros números de la Exhortación Apostólica “Alegraos y regocijaos” del Papa Francisco. Como recordaréis, la Exhortación trata de la llamada a la santidad en el mundo actual. Hablar hoy de santidad constituye un atrevimiento” del Papa, ya que el tema parece estar lejos de los intereses de la gente y todavía más de sus propósitos e intenciones. El discurso de la santidad suena a muchos a “música celestial”. Y sin embargo el Papa ha querido hacerlo objeto de un largo documento, como prueba de que se trata de algo que no puede faltar en la predicación de la Iglesia. Ésta tiene, en efecto, el deber de hacer resonar continuamente en los oídos de los fieles las palabras de su Señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt5, 48), palabras a las que hacía eco el Apóstol Pablo en su carta a los Tesalonicenses: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (4, 3).

A la hora de trata de la santidad y, sobre todo, cuando se trata de conseguirla, hay que estar prevenidos frente a dos importantes peligros “que podrían desviarnos del camino” (Alegraos y regocijaos, n. 35). Se trata de dos peligros que han estado presentes en la vida de la Iglesia desde sus comienzos: el gnosticismoy el pelagianismo. Hoy revisten algunas características particulares, pero están presentes en ellos sus rasgos principales.

El gnosticismo pretende que la plenitud de la vida cristiana, la santidad, por tanto, reside en el conocimiento más alto de las verdades cristianas. Un conocimiento que situaría por encima de lo que se ha llamado la “masa ignorante” o, como diría San Juan Pablo II, un conocimiento que produce “sentimientos de superioridad respecto de los demás” (n. 45). Para la mentalidad gnóstica, lo que mide el grado de santidad es la cantidad mayor o menor de los datos y conocimientos que se tengan. El gnóstico llega a pensar que con sus explicaciones es capaz de hacer perfectamente compresible la fe y el Evangelio (cfr. n. 39). El misterio como tal desaparece; Dios queda rebajado a la altura del propio hombre, el cual pretende dominar la trascendencia de Dios. Este pensamiento lleva a juzgar a los demás, a medir la santidad de la persona no por el grado de caridad que poseen, sino por el de la comprensión que alcanzan de la verdad. No es difícil entender que el gnóstico, el sabio de este mundo, es proclive a “un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar, lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia, se gastan las energías en controlar” (n. 35). Consciente de su superioridad, se obliga a los demás a aceptar los propios razonamientos.

En la mentalidad pelagianano es el conocimiento lo que nos hace santos, sino nuestras obras y comportamientos, la vida que llevamos (n. 47). El pelagiano pone en sordina el valor de la gracia, su decisiva importancia para poder vivir cristianamente. Olvida las palabras de Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn15, 5) y aquellas otras del Apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp4, 13). En lugar del misterio y de la gracia, lo que está en primer lugar para el pelagiano es la voluntad, el esfuerzo personal, el empeño fiado en las propias fuerzas. Es una voluntad sin humildadque conduce con facilidad a “una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor” (n. 57); lleva a juzgar que se es superior a los demás “por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto etilo de ser católico” (n. 49). De ahí que al pelagianole resulte particularmente difícil soportar a los débiles (cfr. Rm15, 1) y aceptar que el primado lo tiene el amor (cfr. ibídem14, 13-23). Es víctima de la impaciencia consigo mismo y con los demás: no tiene en cuenta los ritmos personales, ni acepta procesos distintos a los propios. Sobre todo olvida lo que es y ha sido doctrina constante de la Iglesia: “que no somos justificados por nuestra obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa” (n. 52).

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