El mensaje semanal del Obispo de Cuenca

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Queridos diocesanos:

La semana pasada celebramos con alegría grande la fiesta de la Purísima Concepción de María. Contemplamos entonces el misterio de su santidad sin mancha, en el que Dios, podríamos decir, se recreó como tributo de su omnipotencia a la que El mismo eligió como Madre de su Hijo. No quiso que quien fue creada con ese fin, tuviera que ver nada con el pecado.

Los hijos de Adán nacemos, en cambio, con el pecado original, el pecado de origen, es decir, el pecado que a todos nos afecta desde los orígenes de la humanidad que contemplaron la desobediencia de nuestros primeros padres y el castigo que les fue impuesto a ellos y a todos los que de ellos naceríamos a lo largo de los siglos.

Y si es cierto que gracias al Bautismo se nos perdona dicho pecado y nacemos a la vida nueva de los hijos de Dios, también lo es que el pecado original deja en nosotros su huella: la inclinación al mal que, consecuencia del primer pecado, lastra nuestro caminar hacia Dios y hace más dificultoso el empeño por la santidad. Aún tras recibir las aguas purificadoras del Bautismo, permanece en el hombre una inclinación al mal, o una resistencia al impulso hacia el bien que experimentamos  como consecuencia de nuestra condición de criaturas de Dios. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, la persona humana “está herida en sus propias fuerzas naturales (…) e inclinada al pecado” (n. 405). Y el Concilio Vaticano II nos recuerda que “el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador (…) Es esto concluye, lo que explica la división íntima del hombre” (Gaudium et spes, n. 13). La inclinación al mal, que llamamos concupiscencia, nos lleva a recusar la condición de criatura y a adherirnos no al bien, sino a aquello a lo que el pecado inclina en su triple modalidad de concupiscencia de la carne, de los ojos y de soberbia de la vida.

La concupiscencia que experimentamos no es pecado en sí misma, contra lo que decía Lutero, ya que no implica el consentimiento de la voluntad. Pero facilita el pecado, lo alimenta o fomenta.

Por eso, la lucha interiores parte integrante del caminar cristiano. Se hace necesario combatir esa inclinación al mal, resistirla y superarla. La presencia de la concupiscencia en nuestras vidas reclama esfuerzo, lucha, para no dejarse arrastrar por ella. De ahí que en la tradición cristiana esté presente, ya desde los primeros siglos, la idea según la cual la existencia del hombre se ve como un combate, un combate espiritual sobre todo contra el mal moral y contra todo aquello que lo hace posible, lo provoca o lo favorece. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católicadice a modo de sentencia: “No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (n. 2015).

Un combate que no admite treguasni se limita a momentos determinados. Como nos dice el libro de Job, la entera existencia del hombre sobre la tierra es combate, milicia (cfr. 7, 1), pues los enemigos del hombre, internos y externos, rondan “buscando a quien devorar” (1 P 5, 8); están al acecho, para encontrar un momento de descuido en la necesaria vigilia o un resquicio por el que atacar y penetrar en el alma.

De ahí que la llamada o invitación a la vigilancia, a estar en vela, pertenece a la esencia del Advientoque nos encamina a la Navidad. Por muchas razones: entre otras, por el peligro real de depreciar la Navidad banalizando su significado y reduciéndola a fiesta sin contenido o a simple operación de mercado. A este propósito, es bueno  no olvidar que la fiesta a la que se le roba el alma, como la risa estúpida y sin razón, termina por reducirse a pura mueca, algo hueco e insustancial. Vigilancia, pues, para no  ceder al influjo de la concupiscencia de los ojos o de la carne, a la soberbia de la vida; pues si se cede a ella, se agrava; mientras que si se le resiste y combate, disminuye.

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